PARTE DE GUERRA

El presidente Felipe Calderón lo ha dicho con una metáfora acertada: los análisis descubrieron que el paciente, cuyo mal no se creía tan grave, estaba invadido de cáncer.

 

El crimen organizado se ha infiltrado profundamente en comunidades, cuerpos policiacos, agencias del Ministerio Público y gobiernos; está provisto de infinitos recursos económicos y de armas abundantes y poderosas; cuenta con copiosos ejércitos de reserva; carece de cualquier escrúpulo o sentimiento de compasión al cometer sus crímenes; desquicia el orden aun en ciudades hasta hace poco muy seguras (como Monterrey), y ha llevado al gobierno, desconcertado ante la fuerza y la omnipresencia de ese monstruo, a tomar medidas que a veces contrarían esa conquista irrenunciable del proceso civilizatorio que son los derechos humanos.

 

Las bandas al servicio de los capos son muy difíciles de combatir en sociedades que no cuentan con policías altamente profesionales. Sus sicarios están entre nosotros, son invisibles hasta el instante mismo en que perpetran un crimen, y después vuelven a serlo. Son muchos y están en todas partes.

 

A diferencia del gobierno, los jefes del crimen organizado no pretenden ganar una guerra: quieren apropiarse de cierto territorio o defender la apropiación; deshacerse de sus rivales; hacer negocio con la venta de droga, la extorsión, el secuestro y el robo de automóviles; aterrorizar a la población para que ésta no los denuncie o incluso pida el retiro de las fuerzas de seguridad.

 

Me resulta antipática la actitud de quienes, levantando la ceja con desprecio, señalan que la estrategia del gobierno es equivocada sin proponer la alternativa que a su juicio es la correcta. Pero de lo que no cabe duda es de que si la cantidad de delitos graves aumenta, como está ocurriendo; si medios de comunicación intimidados han renunciado a su libertad de información; si muchos ciudadanos cierran sus negocios por no pagar derecho de piso o porque las extorsiones los han llevado a la ruina; si muchos habitantes están abandonando por temor el lugar en que sus vidas habían discurrido, y si las libertades se están conculcando, no puede decirse que estemos ganando la batalla. Las autoridades —de todos los signos políticos— que se irritaban con las cifras que exhibía el ICESI se salieron con la suya al haberse arrebatado a este instituto la encuesta sobre inseguridad, pero velar un espejo no cambia los sucesos ominosos de la terca realidad.

 

LOS ESPEJOS TAN TEMIDOS

En un estupendo relato de Borges, Los espejos velados, el personaje siente horror ante los grandes espejos, “su infalible y continuo funcionamiento, su persecución de mis actos”; teme ver desfigurado en ellos su rostro por adversidades extrañas. “Uno de mis insistidos ruegos a Dios y al ángel de mi guarda —dice— era el de no soñar con espejos”.

 

El espejo no crea la realidad, sólo la refleja. Cuando la madrastra de Blanca Nieves le pregunta al suyo quién es la más bella de la comarca, la respuesta no es la que la malvada reina, cuya belleza empieza a marchitarse, hubiera deseado: ella ya no es la más hermosa. El espejo puede revelar cosas espantosas. Perseo logra paralizar a las gorgonas haciéndolas ver sus rostros contorsionados.

 

La tarea del ICESI ha sido la de mostrar la situación de la seguridad pública y el desempeño de las autoridades responsables de la materia, y para cumplirla ha utilizado con el mayor rigor el instrumento que la ONU considera más idóneo: la encuesta victimológica.

 

¿QUÉ HACER?

Sí, claro, como señalan académicos, políticos y columnistas, el problema de seguridad pública no es meramente un problema policiaco. Las medidas de justicia social son el mejor antídoto contra la criminalidad, pero: estas medidas dan resultado, en el mejor de los casos, a mediano plazo. Además, no siempre dependen de la buena voluntad de los gobernantes sino del nivel de desarrollo de un país y de condiciones internas y externas que ningún gobierno puede modificar a su antojo. Seríamos mañana mismo un país muy seguro si esta noche nos acostáramos siendo México y mañana despertáramos siendo, por ejemplo, Finlandia; pero no es probable esa metamorfosis. Nuestro grave problema de inseguridad hemos de resolverlo a partir de las circunstancias pautadas e irrepetibles que nos ha tocado vivir.

 

Sí, ya me sé el rollo: buenas policías y buenos ministerios públicos no son por sí mismos la varita mágica para lograr una aceptable seguridad pública, pero sin policías y ministerios públicos profesionales y confiables es impensable un razonable grado de seguridad pública. Esas policías y esos ministerios públicos de calidad se requieren en todo el país. La ya no tan reciente Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública ordena la homologación de los elementos de esas instituciones en los tres órdenes de gobierno. El Consejo Nacional de Seguridad Pública debe establecer los lineamientos precisos para alcanzar la indispensable profesionalización.

 

Todo mexicano lo sabe: nuestras policías y nuestros ministerios públicos son zonas de desastre. Los policías que nos urgen deben ser profunda y constantemente capacitados —no en unos cuantos meses—, cuidadosamente seleccionados y rigurosamente vigilados por un organismo público autónomo. Los agentes del Ministerio Público que necesitamos deben tener sólida formación jurídica, especialmente en materia penal, estar provistos de los conocimientos criminalísticos suficientes para perseguir los delitos con eficacia y estar sujetos a una supervisión estricta tanto de sus superiores jerárquicos como de los denunciantes. Desde luego, unos y otros  han de ser adecuadamente remunerados.

 

No es imposible. Otros países lo han conseguido. El objetivo justifica sobradamente los gastos y los afanes que se empeñen en obtenerlo. Es más sencillo pronunciar discursos demagógicos, pero éstos nunca han cambiado una realidad indeseable.

 

*Director General del Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad, AC (ICESI)