La política, aquellos procedimientos que utiliza toda sociedad civilizada para tomar decisiones colectivas, adquiere ahora particular relevancia en los tiempos pre-electorales que vive nuestro país. Aunque la democracia no se alcanza por la mera celebración de elecciones, éstas son una condición indispensable de la misma. Por ello es necesario y conveniente plantearnos qué puede esperarse de ellas.
Los partidos políticos se disponen ya a escoger sus respectivos candidatos y miran hacia las campañas del año próximo. Muy pronto estarán considerando la selección de los temas centrales de su plataforma electoral, la mejor manera de movilizar recursos, la planeación de las campañas, el diseño de las estrategias de comunicación y afinarán las estructuras partidistas encargadas de promover la votación para su partido. Como es de esperarse y ocurre regularmente en estos casos, los candidatos buscarán vincular, de acuerdo con su perfil ideológico, sus propuestas de campaña con las preocupaciones permanentes de la sociedad. Emitirán así sus planteamientos sobre el crecimiento económico, la generación de empleos, la justicia social, la igualdad, la inseguridad que vive el país, las “grandes reformas” que puedan actualizar el papel del mercado y de la regulación gubernamental en sectores clave de la economía, lo mismo que sobre la reforma política para lograr todo lo anterior y más. Todo eso resurge normalmente en tiempos electorales, pero estos no son de ninguna manera tiempos normales.
En el México de hoy, la violencia asociada al narcotráfico, la corrupción de autoridades y la impunidad de los delincuentes por la débil aplicación de las leyes ponen en el centro de la discusión la capacidad del estado o la ausencia de ella para cumplir con sus funciones primordiales.
Su capacidad o ineptitud para dar vigencia plena al estado de derecho, a las indispensables reglas de convivencia que, como expresión de valores éticos, toda sociedad requiere para vivir en paz y prosperar. El problema es grave cuando se pierde el control y el crimen organizado puede desafiar el poder del Estado o cuando puede amenazar mediante actos de brutalidad extrema a los habitantes de amplias zonas del país y deformar el funcionamiento de las instituciones. El resultado es que la violencia incontrolada, la corrupción y la inseguridad limitan los derechos y libertades de los ciudadanos.
Ante esto las campañas electorales son la oportunidad que tienen los partidos políticos para representar el pensar y el sentir de los grupos sociales, para encauzar colectivamente las decisiones, hacer conciencia, convencer a los electores sobre la raíz de los problemas y la forma de resolverlos. Las elecciones son el momento de la vida política que confiere igualdad formal a los participantes con “cada persona un voto”, y en consecuencia da autoridad y validez a las instituciones democráticas. Expresan la decisión inmediata de quienes habrán de ostentar la representación formal y la autoridad para gobernar.
Sin embargo, para enfrentar los grandes problemas nacionales como la desigualdad social, el crecimiento de la pobreza, las insuficiencias del aparato productivo, la inseguridad misma o cualquier otro más, se requiere antes que nada un compromiso ético-político radical con la sociedad por la justicia, la igualdad ante la ley, la equidad social, las libertades de nuestro régimen constitucional y el estado de derecho. En la actualidad, hablar de ética y política parece a muchos una contradicción en los propios términos. La frustración de mucha gente con el desempeño de los actores políticos da soporte a esa opinión. Pero ya desde la antigüedad clásica se entendía la política como el medio natural para la aplicación de los valores éticos en la vida comunitaria. En las condiciones actuales del país, afirmar la postura ética requiere fortalecer al Estado para asegurar la supremacía de la ley, proteger las libertades y combatir la corrupción y la impunidad.
Sólo aquellos políticos que puedan ejercer un liderazgo eficaz, con credibilidad y autoridad moral, y que entiendan la urgencia de fortalecer al Estado podrán avanzar en dar plena vigencia a los derechos y obligaciones de los mexicanos. Sólo un liderazgo transformador podrá conducir y encauzar las acciones para rehacer las instituciones responsables de aplicar la ley e impartir justicia. Y esto es precisamente lo que hace falta para dar una base sólida a los esfuerzos muy amplios que se requieren para impulsar el desarrollo económico y social.
Por otra parte, las elecciones no siempre confieren un mandato claro y con un Estado débil es relativamente fácil que las instituciones sean coptadas por los grandes intereses corporativos. En la práctica política cotidiana se enfrentan límites reales a la “autoridad democrática” y los grupos de interés reclaman la atención de legisladores, magistrados y servidores públicos. El rejuego de esos intereses en los procesos en que se deciden las reformas legales y las políticas públicas que habrán de aplicarse deforman nuestra democracia.
Por ello, es también indispensable un compromiso radical con la democracia. Un liderazgo fuerte, eficaz comprometido con los valores de la democracia, aunado a aquél añejo principio de un gobierno de, por y para el pueblo, deberá acotar la influencia de esos grupos en las grandes decisiones para asegurar la primacía del interés general de la sociedad. Recordemos al eminente historiador don Jesús Reyes Heroles cuando decía: “no debe olvidarse que democracia no es sólo el voto, el sufragio; hay dos representaciones: la democrática y la autocrática… lo esencial es que el Estado represente a la sociedad…” ¿Queremos acaso un estado oligárquico, de, por y para la oligarquía o un estado democrático y plural, comprometido con todos los mexicanos? Sólo uno de ellos es viable… (CONTORNO)
*Economista. Ha ejercido la profesión en diversos cargos de alta dirección en la administración pública