En el inicio fue una especie de anarquía. Desde la ventana de Google se pudo leer las aventuras de un profesor español descendiendo de su coche en plena carretera para sortear un urgente llamado fisiológico. Lástima. Un policía lo interceptó y le aplicó el reglamento que vigila  las buenas costumbres en vías públicas. Orinar en plena carretera, por necesidad y no por show, también es un delito. El agente le expidió al profesor su multa y la central de policía la subió a la red. Lo que sucedió después no fue sorpresa. Los alumnos del profesor se regodearon al abrir Google y teclear el nombre de su profesor. Cuando éste solicitó a la policía que eliminaran el documento de la red, el golpe ya se había dado. Golpe (de Google) dado ni Dios lo quita.

 

Después nos enteramos que al gobierno chino le molestaba la insistencia de muchos cibernautas al escribir “Matanza en Tian’anmen” por lo que ordenó a Google modificar su algoritmo. No es novedad que para los nativos de internet, lo que no está en Google, no existe. El gobierno chino se regocijó por la determinación de Google: la autocensura. De esta forma, la matanza en la plaza de Tian’anmen se convertiría en una leyenda urbana; una táctica del gobierno satánico estadounidense.

 

Era 2006. John Palfrey, autor de un estudio sobre la censura china en internet y profesor de leyes en Harvard Law School declaró que Google ingresó a China “para hacer dinero, no para llevar la democracia”. Todo iba bien hasta que Sergey Brin, uno de los fundadores de Google, recibió una llamada telefónica de parte del presidente Obama. Unas horas después, Google anunciaba su salida de China.

 

Después llegó un sucedáneo de Google, Wikileaks, el YouPorn de la política. Miles de despachos diplomáticos en la bandeja de salida de la cuenta electrónica de Julian Assange le dieron la vuelta al mundo en pocos minutos.

 

2011 superando 1984. El Big Brother se convirtió en una indefensa estrategia de control a lado de Google y sus sucedáneos.

 

Ahora, nos enteramos de que los gobiernos de Brasil, Alemania y Estados Unidos son los que más solicitudes envían a Google para “bajar” información. Difamación, suplantación, derechos de autor y privacidad son elementos que, supuestamente subyacen, en las peticiones.

 

Para millones de personas no existe mayor experiencia libertaria que ingresar a internet; las zonas circundantes de Google o Twitter las identifican como modernas mazmorras. La calle, el vecino, el parque, el cine, el bar. Da lo mismo. No importa, son misántropos transmodernos que encuentran la felicidad en internet. Ahora que se enteren de que la supuesta anarquía del WiFi es vigilada por poderosos algoritmos gubernamentales, entrarán en pánico.

 

El gobierno estadounidense, sobre la atmósfera de una especie de Acta Patriota Google, le solicitó a los directivos del buscador, información sobre 5,950 personas. Es decir, el gobierno se enteró de las googlegrafías de individuos “sospechosos” (ya sabemos el significado de ésta palabra en la era post Bush). En el caso de México se reducen la peticiones gubernamentales a 48. Es importante que las huellas que los criminales dejan en la red sean rastreadas por la policía. Sin embargo, cuántas de esas búsquedas se dirigen a otros objetivos. En palabras asimiladas al derecho, cuándo se viola la libertad del cibernauta.

 

En Suecia, la tierra de Stieg Larsson, el partido Pirata se encarga de proponer leyes a que protejan a los cibernautas. En México, seguimos debatiendo si Manuel Bartlett fue el plomero de Carlos Salinas en 1988.  A ese ritmo nunca nos enteraremos si Google está en nuestras habitaciones vigilando el sano comportamiento.

 

fausto.pretelin@24-horas.mx | @faustopretelin

 

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