En este momento Rivelino (Jalisco, 1973) expone en el Zócalo de la Ciudad de México “Nuestros Silencios”, un conjunto de 13 esculturas gigantes que han visitado otras 12 metrópolis del mundo. El fin de este trabajo, dice, es “encontrar en el Otro aquello que no ha dicho o que no escucha, pero que es importante que lo halle dentro de sí mismo”.
Por fuera, su taller parece la fachada de una fábrica de plástico, pero por dentro es un gigante espacio con suelo metálico, frío, pero con pinturas, esculturas y libros por todas partes.
—¿Cuál es su interés en las obras monumentales?
-De principio, que sean visibles para todos, porque para transmitir un mensaje puedo hacerlo con esculturas de hasta cinco centímetros. También me interesa porque México tiene una tradición de arte público monumental: en la época prehispánica, la Colonia y después de la Revolución Mexicana. Y es que para los aztecas las piezas gigantes, como un dios Tláloc no eran sólo de ornamento; tenían un fin religioso, de guía, de identidad… Eso se ha perdido ahora. Por eso me interesa recuperar el arte público y los espacios urbanos.
—El rostro de sus esculturas es una combinación de la fisonomía de personas de todo el mundo? o ¿de dónde son?
-Mira, hay algo en nuestro cuerpo donde la gente concentra gran parte de su ego: su pelo; por eso decidí quitárselo. Los rostros de mis gigantes tienen rasgos occidentales, asiáticos, mayas, africanos. Cuando estábamos en Bélgica llegaba la comunidad árabe y se identificaba; cuando estábamos en Berlín, la comunidad china creía que era uno de ellos el que las había hecho. El que tenga los ojos entreabiertos es para transmitir una sensación de paz.
—¿Por qué sus trabajos giran en torno a la verdad, la mentira, la hipocresía y otros temas?
–Estudie sicología y una de las grandes máximas es investigar qué traes adentro y no dices o qué te está presionando lo suficiente como para no hacer las cosas que haces o necesitas. En mi trabajo funciona de esta manera: vamos cubriendo con emociones palabras actitudes y emociones situaciones que no podemos sostener.
-Cual ha sido el mejor comentario que han recibido sus esculturas?
– Una mañana la música hizo resonar la estructura de bronce de las piezas y poco a poco notamos que las personas pegaban su oreja a las piezas como si estuvieran escuchando algo; intrigado, el director de nuestro documental se acercó a uno de ellos y le preguntó: oiga, qué se escucha, qué hacen y éste le respondió: el silencio. Wow, ha sido el piropo más bonito que ha recibido mi trabajo. Me emocioné mucho y me fuí a escuchar. Lo que yo saqué de ese momento es qué pasaría si alguien se organizara para decirle a A o B que no nos gusta C o D. Esa reacción social que provocan las esculturas es el verdadero arte no los pedazos de bronce colocados alrededor del asta bandera del Zócalo.
-Si el título de la obra es Nuestros Silencios, te imaginas expuestas tus esculturas en zonas dominadas por el narcotráfico, como Matamoros, donde el silencio de a población es por el temor a las represalías de los pistoleros?
-En este momento no me las imagino porque cuando las hice hablaban de otro contexto; se trata de una obra que quiere hablar de todos, de algo que nos pasa a todos y no de algo que hacen unos cuantos. El problema del narcotráfico no es de silencio porque todo mundo nos quejamos, ese asunto es de oídos, de escuchar al otro. Es una falta de acción. Para hablar del narcotráfico las esculturas ahí entonces debieran tener las orejas tapadas, no la boca.
-¿Cuál es el recibimiento que ha visto en el Zócalo?
-Todavía tengo la oportunidad de estar allí entre la gente de incógnito y también me siento igual que la gente a la sombra para protegerme del sol. Me siento por allí a observar las reacciones de la gente y puedo notar que se sientan alrededor de ellas. Aquí hay una actitud festiva, la gente se divierte, se toma fotografías junto a las esculturas, la abrazan, se forman para tocarlas. Eso no lo había visto en ninguna sede del mundo. Me indica que hay una actitud curiosa. En las esculturas del Zócalo son si quieres, unas imágenes muy simplistas de bustos que tienen la boca tapada y que parecieran demasiados obvios pero cuanta gente que se para ahí y que se ríe y entonces ocupa el puente del arte y la escultura para pasarlo bien y para darse cuenta que hay cosas que no ha dicho y que no ha expresado bien. Ese es uno de los temas que me interesan mucho.
-¿Cómo ha sido en otras ciudades?
No me interesa dar un manual de cómo se debe reaccionar ante algo, exploto lo que hay a mi alrededor y darme cuenta con que me involucro. He visto otra actitud, una relación de ignorar al otro y hacer como que no existe me llama la atención, cosas que se repiten una y ultra vez en todas partes del mundo. Se repiten en Copenhague o Tokio. Por eso he centrado mi trabajo artístico en esa contradicción que hace que se ignoren unos a otros, de eso hablan mis silencios expuestos en el Zócalo y que han recorrido 13 ciudades del mundo.
-¿De psicólogo a artista?
-Yo me estaba preparando para estudiar sicología pero al mismo tiempo estudiaba arte: una vez me pregunté si quería ser un sicólogo aficionado al arte frustrado o quería ser un artista aficionado al arte feliz y la decisión fue muy fácil.
– ¿Es espiritual?
– Sí, mucho.. Y si por espiritual entendemos una reflexión profunda de lo que vives y de lo que te rodea y eso para hacer un análisis profundo de tí mismo.
-Si el título de la obra es Nuestros Silencios, te imaginas expuestas tus esculturas en zonas dominadas por el narcotráfico, como Matamoros?
-En este momento no me las imagino porque cuando las hice hablaban de otro contexto; se trata de una obra que quiere hablar de todos, de algo que nos pasa a todos y no de algo que hacen unos cuantos. Ese problema no es de silencio porque todo mundo nos quejamos, ese asunto es de oídos, de escuchar al Otro. Es una falta de acción. Para hablar del narcotráfico las esculturas ahí entonces debieran tener las orejas tapadas, no la boca.
–¿Qué lugar te gusta de la ciudad?
-Tlatelolco, después del monumento a la Revolución, pues es un buen resumen del DF, un buen resumen de un lugar que a la gente le gusta vivir mucho.