Hace no muchos años las clases de personas, animales y cosas se medían con una precisión muy calculada, pero siempre –antes y ahora- los cálculos han tenido sus imprecisiones. Siempre habrá algo que se salga de la norma, que sea inaudito o ingobernable, algo que se desborde.
La clasificación de las plantas sirvió para cultivar algunas y alimentarse de ellas. Pero también sembró una devaluación de aquellas que no ofrecían ninguna utilidad práctica al hombre, quien, en su paso, ha ido borrando de la faz de la tierra todo aquello que ha considerado inútil y lo que ha considerado útil, lo ha explotado desmesuradamente, con iguales resultados. Los principios de la utilidad y la inutilidad son regentes de la clasificación en sus orígenes.
El hombre tiende a habitar en aldeas donde prácticamente todo está clasificado, calificado, valuado y medido. Siempre ha sentido la necesidad imperiosa de agruparse, de agrupar, de seleccionar. Las propias aldeas y ciudades son resultado de una serie de agrupaciones.
Somos, pues, como una sarna que avanza por la piel de un desdichado perro, una agrupación pegajosa y corrosiva.
El arte –en sus años mozos- tenía un número más o menos limitado de clasificaciones, porque la historia se gestaba a una velocidad menos vertiginosa que hoy. Nuestra propia sociedad lleva un rumbo que es en sí mismo inclasificable. Hoy ha dejado de ser posible entrar en materias precisas sobre el futuro. La información deviene en cataratas todos los días, la producción de noticias sobrepasa las expectativas de la historia, los cálculos de Marx; las conclusiones de aquel anónimo francés dieciochesco que vio el mundo en el año 2440, como un tiempo en el que al fin los carruajes dejarían de salpicar de lodo los vestidos de las damas… el asombro de Valery por las dimensiones de la técnica… Y aquello que nos fuera tan útil para englobar los pequeños universos de cosas que hay en el mundo, nos sirve ahora –en el verdadero mundo del capital- para seguir agrupando universos cada vez más microscópicos.
Hace realmente pocas dácadas la producción cinematográfica era escasa y tenía una más clara posibilidad de generalizarse, o de agruparse luego en pequeñas élites o escuelas. Sin embargo siempre –desde su inicio- ha tenido un sentido más vanguardista que las artes más clásicas. Entonces, en un despropósito de sus consecuencias, el cine ha generado monstruos incalculables –de fama, de rating, de culto, de fanatismo, de ganancias monetarias, de rareza, de inclasificabilidad…
Lo inclasificable es en sí mismo una agrupación. La palabra es el principio clasificador, porque permite nombrar cada universo encargado de crear las realidades, y permite ponerle una etiqueta –luego entonces- clasificarlo. Hace años incontables parecía que todo era nombrable, tangible para la memoria; y había arquitectos, pintores, zapateros, carpinteros, escultores… ¿Pero qué pasa con aquello que –por más que busque no consigue quedarse en ningún globo? ¿Qué pasa cuando no hay forma de insertar lo creado en ninguna de las manchas, de las agrupaciones? ¿Qué pasa con aquella cosa que no es ni planta, ni es bicho, ni es aparato, ni es una de las corrientes del arte, ni es juego, ni es en serio, ni está de moda, ni deja de estarlo?¿Qué pasa cuando no podemos definir el origen de algo o alguien?¿se vuelve extraño?¿freaky?… Intentaremos –humana condición- encontrarle pronta y urgentemente, una etiqueta.
*ROWENA BALI es novelista, editora de la revista Cultura Urbana, twittera y uno de sus blogs se llama Inarowencrop