Vas caminando por la calle y de pronto la policía te detiene, te pide tu documentación y si no la portas, te sube a la patrulla sin preguntar más. Parece una escena propia del clima de inseguridad que se vive en México, pero no; este escenario es cotidiano en España y se repite continuamente a lo largo del día, sobre todo desde 2007, paralelo al aumento en las persecuciones a migrantes, dado el alza de ingresos desde Latinoamérica y África que se ha registrado en ese país. Las condiciones en las que se trabaja y la persecución son factores imperantes en la península Ibérica.

 

España, así como el resto de países que pactaron el Acuerdo de Schengen y el cual lo integran Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Francia, Grecia, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos, Portugal y Suecia, además de Noruega e Islandia (éstos dos últimos, sin ser miembros de la Unión Europea), acata la cooperación convenida desde marzo de 2001.

 

Algunos países de América Latina como México no necesitan visado para poder entrar a Europa; es por ello que muchos latinoamericanos procedentes de países de Centro y Sudamérica consiguen entrar, aunque algunos, los menos, consiguen un visado que tiene una vigencia mayor de 3 meses y logran quedarse en el país buscando mejores oportunidades que en su lugar de procedencia.

 

El presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, permitió en 2005, a sólo un año del inicio de su mandato, regularizar a todo aquel migrante que no tuviera un permiso de residencia y de trabajo. La propuesta tuvo una demanda de 700 mil solicitudes; las comunidades autónomas que más solicitudes presentaron fueron las de Madrid y Cataluña (135 mil 876 y 112 mil 842, respectivamente).

 

Zapatero defendió entonces el proceso de regularización de inmigrantes realizado por su país, donde había “700 mil extranjeros explotados y sin cotizar”, y apostó por una política de Europa común para acabar con las críticas. En 2007, el mandatario fue invitado a un debate sobre el futuro de la UE en el pleno del Parlamento Europeo, donde escuchó de nuevo críticas al proceso llevado a cabo en España en 2005.

 

En la sociedad española esta medida tuvo algunos sinsabores: por un lado, quizá en un porcentaje menor, se aprobaba el hecho de que el migrante, al obtener un permiso de residencia y trabajo, tuviera la posibilidad de vivir en mejores condiciones, cotizar en la seguridad social y tener acceso libre a los servicios básicos; por otro lado, la parte más conservadora pensaba que la regularización masiva haría a un lado a los españoles y traería como consecuencia la escasez de trabajo para algunos. A partir de entonces, la plataforma política de Zapatero se agudizó en un constante cuestionamiento por parte de la sociedad y de la Unión Europea.

 

Un migrante legal en España tiene los mismos derechos que un trabajador español: perciben un salario mensual, cotizan para la Seguridad Social, lo cual les traerá beneficios para una futura jubilación; tienen acceso a la sanidad pública (asistencia médica) y un derecho a cobrar “paro”, en caso de quedarse sin empleo.

 

Sin embargo, el plan de regularización no resultó como se esperaba. Este hecho detonó una migración masiva hacia España, la versión europea del sueño americano y con una visión más atractiva, por lo menos para los latinoamericanos.

 

Poder entrar a un país donde se habla la misma lengua es un factor a favor del migrante, aunque no representa una garantía. Después de la medida adoptada por el gobierno de Zapatero en 2005, se impusieron sanciones a todo aquel empleador que diera trabajo a un migrante sin documentación. Las áreas donde podía conseguirse trabajo se redujeron. En 2006 se podía conseguir empleo aún de manera relativamente fácil en el rubro de hostelería, en construcción o en el cuidado de niños o ancianos. Trabajos que sólo desempeñaban –y desempeñan– migrantes que, si tienen el plus de no contar con permiso de trabajo, se ven expuestos a una explotación que consiste en trabajar más horas que las ocho de rigor en una jornada laboral y percibir un ingreso bajo, además de no contar con servicios de salud ni estar registrado en una nómina que le garantice ver retribuido sus años de trabajo.

 

En ese año, conseguir trabajo ya podía considerarse una odisea: los empleadores temían ser sancionados por una multa que por entonces rondaba los seis mil euros por empleado que el Ministerio de Trabajo encontrara en condiciones irregulares, hecho que suponía una esperanza de tres filos para el trabajador, pues si su empleador decidía regularizarlo podría cambiar su situación legal en España; eso, o seguir trabajando “en negro”, o en una opción más extrema, demandar a su empleador y esperar, con todas sus implicaciones, a que se celebrara el juicio por arraigo laboral.

 

A partir de 2007 se recrudecieron las pesquisas contra migrantes. La guardia civil y la policía secreta buscaban por la calle, en el metro, en los comedores públicos y en las zonas concurridas para solicitar la documentación a todo aquel que tuviera aspecto latino. Los migrantes vivían con miedo. Del trabajo a casa y de casa al trabajo en viaje directo.

 

Si tenías la mala suerte de ser el latino típico, ser detenido por la policía y no contar con permiso de trabajo, representaba un gran e incómodo problema. El procedimiento consistía en solicitar el NIE (Número de Identidad de Extranjero) o el pasaporte vigente; si no se contaba con el primero y el segundo había vencido, te trasladaban al Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE), una especie de cárcel para quien cometía el delito de ser ilegal. Una vez que se dictaba una orden de expulsión que daba como plazo 15 días para salir del país, el detenido tenía que ser revisado minuciosamente, cual delincuente de alto calibre, y permanecer durante doce horas en el Centro sin derecho a llamar a nadie y con un abogado de oficio impuesto sólo para avalar el trámite.

 

Ante una serie de denuncias, en julio de 2009 el Comité de Derechos Humanos de la ONU condenó a España por considerar que los métodos de detección de ilegales se realizaban a través de características raciales como elemento determinante de sospecha.

 

Aunque en la actualidad es prácticamente imposible que alguien emplee a un migrante indocumentado y dada la desorbitante cifra de “parados” que existen en España –más de cinco millones de personas sin empleo–, la persecución contra migrantes continúa. La gente que vive en esas condiciones y que aún conserva su empleo padece cada vez una situación adversa y con menos opciones, pues la Ley de Migración ha ido cortando paulatinamente las vías para poder regularizarse; y ya que el contexto económico español vive un estado crítico, no hay muchas alternativas para los “sin papeles”.

 

Ante las quejas de los Centros de Internamiento, las modificaciones que ha efectuado el Estado Español pueden cifrarse en un trato más humano. Ahora, si un migrante es apresado ya no es retenido en ningún centro, aunque se le impone una multa y un registro de permanencia que tiene una duración de seis meses, en los cuales, en caso de ser nuevamente aprehendido, no se le puede multar ni sancionar.

 

Ante la crisis, el sueño europeo va desvaneciéndose, el sueño de españoles y de migrantes. La sociedad española ha dejado de confiar en la izquierda y ahora posa su esperanza en un futuro dirigido por la derecha que tal vez les regrese lo que ha perdido en el camino, a pesar de dos intentos fallidos y un Estado en pleno caos. Los migrantes, ante lo desolador que ya de por sí es el panorama, quizá tengan que decidir si continuar bajo el vislumbre de un panorama de aguda crisis o volver a casa… a enfrentarse con algo similar, o quizá peor.