Más allá de los festejos oficiales y los días de asueto a los que los mexicanos estamos habituados en la conmemoración de la Revolución Mexicana, ésta siempre suscita reflexiones en torno a las causas que originaron el levantamiento armado. Tal vez por eso la comparación entre aquel momento, a ciento un años de distancia de nuestro presente, resulta casi inevitable.

 

Sin olvidar cuanto reproche se le ha hecho al régimen del partido de la Revolución, habrá que admitir que dicho acontecimiento y hechos sucesivos, fungieron como un fenómeno integrador de la ciudadanía, logrando la incorporación a esa categoría de muchos millones de mexicanos que antes de ello no fueron considerados como tales. Desde los orígenes mismos de la revolución y a lo largo de toda su idea, la presencia de una “revolución popular” en el discurso oficial fue síntoma de una política nacionalista que recurrió en la realidad o en la teoría, en mayor o en menor grado, al apoyo de las masas, que de esa forma sostuvieron todo el edificio creado a partir de Francisco I. Madero.

 

Con la revolución, el Estado adquirió una serie de compromisos y obligaciones que se vio obligado a cumplir, en la medida de lo que, admitámoslo, los gobernantes en turno y la coyuntura internacional permitieron. Así, bajo el régimen del partido revolucionario se consiguieron mayúsculos logros sociales, como la creación del IMSS, del ISSSTE, el IPN, el derecho a la huelga y la nacionalización de bienes como el petróleo y la electricidad.

 

Así las cosas, a los mexicanos nos ha tocado escuchar una y otra vez invocar la Revolución como madre-respaldo de muy diversas tendencias políticas, concepciones sobre gobernar, políticas públicas e incluso flagrantes crímenes. Fue en nombre de la revolución que se justificaron situaciones tan distintas como la nacionalización del petróleo y la eliminación política e incluso física, de las voces disidentes.

 

Cuando vimos llegar el fin de siglo y con él (fin también del régimen de la revolución) la alternancia en el poder Ejecutivo, cabe preguntarse qué pasó con ese legado “revolucionario”. Si ya desde algunos sexenios antes los gobernantes mexicanos comenzaron a realizar cambios que claramente rompían con los postulados de la revolución, con la llegada del PAN ésta pasó a ser un pasado incómodo, que los gobernantes de dicho partido han manejado con poca destreza, como a un elemento ajeno, extraño, pero impuesto por una larguísima tradición de uso, de la ciudadanía y de la clase política. ¿Cómo podría ser de otro modo tratándose de un partido nacido, justamente, de la oposición al régimen revolucionario? Y por el otro lado, ¿cómo podría la derecha en el poder, omitir del todo el conmemorar un momento tan fundacional de México y sus instituciones?

 

En 2001, Vicente Fox cambió el tono tradicional de la conmemoración, olvidando a cuanto personaje le resultó incómodo y evocando sólo la figura de Madero, de quien resaltó únicamente su vocación democrática. La actual administración ha abordado la cuestión de una manera más conciliadora, regresando al protocolo priista que solía efectuarse en esta fecha. Fue a Felipe Calderón a quien le tocó organizar los festejos por el centenario del inicio de la lucha armada revolucionaria, aunque se tratase más de una exhibición de luz y sonido que poco evocó los contenidos de lo rememorado.

 

En esa ocasión el presidente dijo: “No permitamos, bajo ninguna circunstancia, que unos cuantos pretendan arrebatarnos la libertad de todos. Enfrentemos con estatura de miras, con convicción, con vocación histórica, a los enemigos de nuestra democracia y de nuestra libertad”. Resulta interesante porque dichas palabras implican un uso político del discurso revolucionario… una versión, digamos, reciclada y remasterizada de una muy vieja retórica. Para el régimen revolucionario, los enemigos eran todos aquellos que disentían de la línea marcada por el partido oficial. ¿Quiénes son ahora esos enemigos de los que habla Calderón? ¿Los narcotraficantes contra los que ha emprendido una guerra, padecida más por los civiles que por los criminales? ¿O lo son los oponentes políticos, a quienes ha denominado peligrosos para México y la democracia? ¿O lo son acaso las múltiples voces, de especialistas y organismos nacionales e internacionales, que han señalado en repetidas ocasiones, las erradas decisiones del gobierno mexicano en materia de seguridad, de derechos humanos, de negociación sindical, de libertades civiles, etc.?

 

A ciento un años de distancia resulta imperativo preguntarnos, ante la emergencia cotidiana nacional, qué nuevo ciclo se ha iniciado, una vez que el de la revolución culminó, qué problemas no resueltos, o resueltos y renacidos, debemos aprender a solucionar y bajo qué postulados. ¿Siguen vigentes los principios revolucionarios, o precisamos una refundación de ideales y aspiraciones, que habremos de buscar en nuevas demandas y conquistas sociales y políticas? Sea cual fuere la respuesta, la Revolución de 1910 sigue mereciéndonos no sólo un festejo, sino serias y profundas reflexiones, aún a más de un siglo de distancia, en este 2011.