Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI a la Presidencia de la República, ha puesto al crecimiento de la economía por delante, en el centro de su discurso político-electoral para desde allí construir -lo que él llama- “un estado eficaz”, orientado a alcanzar los objetivos de toda índole.
En el libro “México la gran esperanza” -que presentó recientemente y que compendia las ideas principales de sus propuestas de gobierno- Peña Nieto pone en la base de toda su construcción programática lo que parece ser su principal objetivo inmediato de llegar al gobierno: Concretar una reforma hacendaria.
Lo dice así: “Es evidente que ninguna de estas reformas y políticas públicas se podrá concretar si no tenemos los recursos públicos suficientes. Cualquier propuesta, por pequeña o grande que sea, debe contar con el respaldo de la hacienda pública o de lo contrario se convierte en demagogia pura”.
El peso que el abogado Peña Nieto le ha dado al impulso económico y a la reforma hacendaria en su discurso inicial de campaña también confirma, de paso, la enorme influencia que ejerce Luis Videgaray sobre él. Un economista muy cercano al ex secretario de Hacienda Pedro Aspe, reconocido por su competencia profesional y quien en su calidad de secretario de finanzas del gobierno del Estado de México impulsó una verdadera reforma financiera estatal que le dio soporte al entonces ambicioso plan de gobierno de Peña Nieto.
Por eso no sorprende el peso económico en la propuesta de Peña Nieto ni su pulcritud en el amplio diagnóstico que hace sobre la economía y las finanzas públicas, ni tampoco las líneas de acción económicas a seguir de ganar la Presidencia. Allí están las ideas de Videgaray, de Aspe y de Gil Díaz, entre otros.
Parece razonable la argumentación de que sin dinero será más que complicado llevar a cabo las millonarias reformas que plantea en materia energética, educativa o de salud; como tampoco podrá detonarse el potencial turístico, en infraestructura, comercio exterior o en el campo.
Por eso la importancia que le da a concretar una reforma hacendaria que incremente y fortalezca la base de los recursos fiscales disponibles para el desarrollo y la transformación institucional que propone.
El asunto no es nuevo. Para Peña Nieto una reforma hacendaria debe incluir lo que ya muchos diagnósticos de organismos públicos –la propia SHCP hizo pronunciamientos similares en el pasado- instituciones privadas y académicas del país y del extranjero han propuesto en diversas ocasiones: Ampliar la base tributaria, reducir las exenciones y privilegios fiscales, simplificar la tributación, realizar un ejercicio eficaz y transparente del gasto público y redefinir las obligaciones tributarias de la federación, estados y municipios.
Sabemos que eso se requiere hacer en una reforma hacendaria que apuntale el crecimiento del país. La pregunta es por qué -con Peña Nieto en el gobierno- todo esto sí ocurriría, cuando en el pasado las mismas propuestas no prosperaron. Y una más. Por qué los poderes fácticos que en el pasado se opusieron –los propios gobernadores de los estados, los sindicatos, las organizaciones populares y las agrupaciones de empresarios- a reformas fiscales de mayor calado, ahora sí darían su visto bueno. ¿A cambio de qué?
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