A las 19:47 bajaba por las escaleras de un edificio ubicado a una cuadra de la estación Balderas del Metro. Entre paso y paso observaba la brillosa pantalla del celular que arrojaba tuits de alerta sísmica.

 

¿Era necesario confirmar a través de las redes sociales lo que sentía? Me imaginaba a los usuarios publicando: “se cae mi casa y un pedazo de azotea pasó a mi lado” o cualquier otra escena ridícula. Yo sólo quería bajar los cinco pisos y llegar hasta la calle donde me esperaban los endebles cables del alumbrado público.

 

Los departamentos ya abandonados, entregados a la desgracia, amueblados pero dejados a su suerte, iluminados pero innecesarios. Las puertas se azotaban. Un intenso bombeo de sangre golpeaba mis sienes, mientras evitaba escuchar el chirrido de las escaleras. Las lámparas se movían como enloquecidos péndulos o fieras que quisieran arrancarse las amarras para escapar de la destrucción.

 

Apenas 15 segundos antes dudaba bajar o quedarme allí en el departamento, confiado en que serviría como una especie de ataúd de concreto donde podrían encontrarme más rápido que a los de abajo, pero cuando me acordé que en la azotea se encuentran 16 tanques de gas bajé a toda prisa. En la calle ya oscura las familias se abrazaban; algunos rezaban, otros se ponían a mitad de la avenida para que no se les vinieran encima los cables de alta tensión.

 

Todos, sin embargo, tenían algo en común: un teléfono celular en la oreja. Un detalle llamó mi atención: si hubiéramos podido transmitir como proyectores de transparencias lo que veíamos en nuestras mentes sólo se habrían visto escenas otra vez las del apocalipsis de 1985 con sobrevivientes rescatando a sus muertos entre casas y edificios derruidos por la fuerza de la naturaleza. Gritos. Desolación. Ayuda. Hambre. Sed. Olor a muerte.

 

Afortunadamente eso no ocurrió porque el azar estuvo también a nuestro favor la noche del sábado. Otro detalle más: todos veíamos hacia el cielo. Allí, en ese firmamento negro nos esperaba una gigante Luna que iluminaba la metrópoli aún mareada. Luego aparecieron los helicópteros y el ruido de sus hélices nos regresaron a la una clase de realidad pringada de miedo.

 

Volvió la energía eléctrica, el ruido de los estéreos y televisiones, patrullas; ahora el timbre del celular me saca de esa burbuja de autismo y temor en la que me envolví para prepararme para mi muerte. Fue entonces cuando me percaté de iba ya en la puerta dispuesto a salvarme de que me tragara la tierra cuando me di cuenta de que no llevaba conmigo mi celular y regresé por él a la cama y con su compañía logré salir de otra posible tragedia. En su pantalla leí el mensaje de tuiteros que lanzaban un grito de terror desde todas partes de la ciudad.

 

Por un lado vivía mi propio sismo y el de otros que publicaban que todo estaba bien, que no les había ocurrido nada. El smartphone como extensión del hombre, habría tuiteado McLuhan en ese momento. Aquí seguimos, sabemos que la Neotenochtitlán es la tierra de los sismos, pero no nos vamos a ir.

 

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