Ni Juan Marsé ni Eduardo Mendoza, dos de los mejores escritores catalanes vivos, imaginaron una historia como la del Barcelona de Guardiola. En ella convergen las historias más imaginativas cuyo común denominador es la felicidad dirigida por la estilística del balón. Algo inaudito atreverse a conjugar los efectos de la estilística en el balón o del balón en la estilística. Me imagino que Borges aludió a la figura del oxímoron cuando confrontó a ambos conceptos.

 

En efecto, el equipo catalán es el performance más artístico de la actualidad. Algo más, entre el happening, body art y fluxus events, los dirigidos por Josep Guardiola son los que mejor representan a la entropía lúdica. De inicio, sería un despropósito prescindir de la correlación maldita: la liga mexicana se devalúa como el peso en los ochenta cada vez que Messi arrastra la marcación de cinco madrilistas o, si se prefiere, el valor presente neto de la liga Televisa cae a tercera división cuando Iniesta ralentiza la dinámica del segundero.

 

No todo es fatalidad. El juego del Barcelona conjura en contra de las atmósferas del desempleo y la crisis del euro: la última sonrisa de Zapatero ocurrirá cuando el todavía presidente contemple las aportaciones de Cesc; el último enfado del año del presidente catalán Artur Mas, lo disipará en el palco del Camp Nou. El futbol como droga curativa suave de realidades patológicas duras.

 

Como toda historia armonizada por los estudios de Walt Disney, la lucha entre el Bien y el Mal no podía ausentarse en la dramaturgia del futbol. El papel del moderno de Darth Vader lo enarbola Mourinho a través de sus cada vez más caricaturescas declaraciones. Ahora le tocó el turno al azar: perdimos porque el Barcelona tuvo suerte. Risas en el estadio llamado planeta Tierra; la impotencia hace frontera con la carcajada. Que si los árbitros, que si la suerte, que si el siglo, que si el euro, que si Irina Shayk. Pero nunca el aplauso por el bien ajeno. En el matiz de quien sería el entrenador más exitoso, sino fuera por la existencia de Guardiola, se encuentra, otra vez, Borges: al azar hay que dejarlo actuar, suele ser generoso. Sin embargo, con Xavi, Iniesta y Messi la suerte nunca tiene que ser evocada simplemente porque en su abecedario no existe semejante ocurrencia.

 

Todo parece indicar que Cristiano Ronaldo es el mejor ambientador en los cocteles globales; de Nueva York a París; de Roma a Dubai, la semiótica Armani se recarga con la figura del portugués. Si lo acompaña Irina Shayk, su rating se incrementa sustancialmente; si acude a las fiestas del brazo de Paris Hilton, la cosa se empareja. No se sabe quién aporta rating a la semiótica del desmadre. Ya lo dijo su voz: me envidian por millonario, guapo y figura del futbol. Frente a los maximalismos, la reflexión. Cristiano, durante los partidos frente al Barcelona, pasa del parloteo por lo sexy a la silenciosa ridiculez; de la plutoidea a la mendicidad de futbol. Algún fenómeno se encarga de amarrarle los pies en el momento decisivo. La jugada más sencilla la entorpece; el gol cantado con anticipación se le escabulle; lo evidente al diván. ¿Efectos especiales? No, en realidad Mourinho tiene la respuesta. También tiene la respuesta del juego sucio de Pepe y Marcelo. Mourinho intuye que la única razón por la que Florentino Pérez lo contrató fue para ganarle al Barcelona por lo que acude al entramado psicológico en búsqueda de lo inexplicable. Mala suerte o, si se prefiere, Barcelona més que mai (Barcelona más que nunca).

 

El algunos años nos enteraremos por la prensa que el Barcelona reinventó el futbol durante la era Guardiola a pesar del exitoso Mou y su Real Madrid.

 

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