Quien analice la realidad mexicana en estas horas hallará en ella signos de una modernidad civilizada, democrática, incluyente, realmente maravillosos. La forma como mexicanos respetables, algunos al frente de instituciones indispensables como la Universidad Nacional; con el peso de su trayectoria otros, como el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y algunos más con la ubicua responsabilidad auto impuesta de auxiliar en la claridad de nuestros días, como Jorge Carpizo, intervinieron para destrabar las negociaciones cuyo atasco amenazaba debilitar a la autoridad en el turbulento y cercano proceso electoral, es una muestra de cordura republicana cuyo desenlace fue el terso nombramiento (casi entre aplausos de tirios y troyanos) de tres personas de impecable sendero en la vida pública.

 

Así no haya sido su intención, ni mucho menos su interés, el doctor José Narro, rector de la Universidad, prueba hoy con estas gestiones –si a alguien le hiciera falta–, cuál es el verdadero sentido de la presencia de la UNAM en todos los debates nacionales, como se hizo en otra materia (la seguridad) recientemente con una respuesta tan desdeñosa por parte del Ejecutivo.

 

Si a los genuinos afanes de colaboración se le responde a la UNAM con calumnias e incomprensión, malevolencia, ceguera o torpeza, eso ya es cosa de quienes incurren en semejantes desatinos. José Narro ni es el obispo de Copilco, como le han dicho algunos con ánimo de injuria, ni ha hecho cosa ninguna por encima del compromiso nacional.

 

Obispos son los otros, aquellos a quienes hoy les duelen las palmas por aplaudir durante horas el mayúsculo retroceso en la Cámara de los Diputados para hacer nuevamente, como en el México previo a la Reforma juarista del XIX, un país de religión oficial, misa y te deum con ceremonias al aire libre, donde sea y cuando sea, lleno de beatas y políticos mea pilas como preludio, en este caso, de las barreras legales de cualquier otro tipo en materia de educación, organización política, medios de comunicación y control (también y sobre todo electoral) de masas.

 

En este sentido se vuelve a imponer el criterio de los tiempos de Carlos Salinas cuando Joseph Córdoba negociaba con Girolamo Prigione la reinserción de México a la órbita vaticana: debemos reconocer la realidad, decían. Ya basta de hipocresías.

 

La hipocresía es –en el fondo–, no el desconocimiento de la realidad, sino la violación de la ley cuando así se presenta la circunstancia objetiva. Y para hacer como si nada pasara al no violarla hay dos caminos: disimularla o cambiarla. Cuando se hace tal, cuando la practicidad de las cosas se impone sobre convenio jurídico, entonces se avanza en la inevitable construcción del cinismo. De ahí vino la cascada de abusos de las “asociaciones religiosas”.

 

Pasamos del pare de fingir, al “Pare de sufrir”. Revuelto el río, ganaron todos los pescadores.

 

Pero el problema con el clero católico es precisamente la dificultad histórica para reconocerlo simplemente como una “asociación religiosa”. Es un problema al menos para la salud del país. No se trata nada más de una agrupación en torno de la fe. Se trata de una asociación política en el sentido más amplio del término, bajo cuyos ropajes talares se esconde su personalidad financiera, bancaria y especulativa con los bienes terrenales, monetarios o inmobiliarios. Por no hablar ahora de otros pecados superiores a la locura crematística.

 

Ya había cambiado el gobierno. El arzobispo metropolitano, Norberto Rivera, exultante, iba a recibir el capelo cardenalicio en un consistorio en la Plaza de San Pedro. Todavía le faltaba a su fulgurante carrera (es hasta su segundo apellido) traer a México a Juan Pablo II para beatificar al indio Juan Diego y ampliar la materia de la devoción y (presumiblemente) las utilidades del comercio y la industria guadalupanos, cosa cuya concreción ocurrió, como sabemos, años después de la mano de Carlos Slim y el binomio “izquierdista” López-Ebrard.

 

Pero aparte esas historias de simonía (por eso Fernando Vallejo se refiere a la iglesia como La puta de Babilonia), hablaba yo en Roma con el envejecido y amargado Prigione. Estábamos en un comedor del Hotel Cristóbal Colón de la Avenida de la Conciliación. Al día siguiente iríamos a una comida con Los Legionarios de Cristo y yo buscaba una entrevista con Marcial Maciel. Prigione era mi contacto.

 

Recordaba el sagaz diplomático su labor en México cuando llegó como delegado “apostólico” y acabó como embajador.

 

–Yo nada más iba a pedir el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, pero me dieron diez veces más.

 

–¿Y el Papa?, le pregunté…

 

–El Santo Padre estaba muy contento.

 

Por eso aquello inicialmente dicho por el Papa Leòn X, “México siempre fiel”, lema con el cual se arengaba a las multitudes cristeras del Bajío, y después se estremecían millones al escuchar a Wojtywa. Hoy ese santo varón (beato de la iglesia) debe seguir muy contento pero en el reino de Dios.

 

Quien está entre los humanos y en incesante actividad, es don Benito XVI quien llegará a México con la oportunidad necesaria para incidir en el presumiblemente tortuoso proceso electoral por venir.

 

Si las cosas son como propalaron quienes le adjudican a Enrique Peña, la paternidad de estas modificaciones constitucionales para dejar el artículo 130 tan laico como el silabario de San Miguel, el mexiquense se habría dado el enésimo tiro en la pierna.

 

La Iglesia católica siempre apoyará a los herederos de la Cristiada (no a los de Plutarco); a los hijos de aquellos guerrilleros de la fe cuya misión era (sólo es un caso) cruzar las calles de Morelia con armas escondidas debajo de los tamales o los panes de la merienda, como nos ha contado nuestro bienamado presidente don Felipe Calderón, ufano y orgulloso de su padre.

 

Siempre serán los apoyos profundos para quienes como Vicente Fox llevaron el crucifijo a las primeras planas junto con el nacimiento de la democracia mexicana y la alternancia. Para ellos serán la gratitud y las bendiciones, para las buenas familias, para los mexicanos ejemplares cuya voz atronadora se escuche valiente en plena iglesia cuando proclaman (como escuché a Carlos Abascal): ¡Viva Cristo Rey!

 

“El grito de guerra que enciende la tierra…

 

“¡Viva Cristo Rey! Nuestro soberano señor.

 

“Nuestro capitán y campeón.

 

“¡Pelear por él es todo un honor!”

 

Decía un inolvidable maestro en la facultad de Derecho: “El gobierno le permite a la iglesia violar todo el tiempo el artículo 130, a condición de su silencio cómplice cuando él viola todos los demás”.

 

Las cosas no han cambiado mucho en estos últimos años.

 

Hace ya más de un año fui invitado a participar en una reunión en el Senado de la República cuya intención era lograr voluntades y consenso para elevar la condición de laicidad a principio constitucional, cosa no lograda en México hasta el día de hoy. Firmé manifiestos, ofrecí respaldo, como miles de mexicanos.

 

Trasnochados, fue el menor de los adjetivos con los cuales nos callaron. De todos modos el dictamen fue aprobado y atorado. Ahí sigue en el sueño de los justos.

 

La Constitución le atribuye laicidad a la educación impartida por el estado, pero no define como laico al Estado mismo. Por eso cuando los opositores a esta aventuras regresivas cuyo contenido nos pone a todos bajo el palio arzobispal, sus quejas suenan huecas.

 

Las exigencias no deberían ser por el respeto al Estado laico sino por su definición jurídica constitucional.

 

El laicismo es un valor admitido en casi todos los ámbitos de la vida social hasta por la iglesia, pero ésta se opone a su vigencia en materia de educación. El laicismo nos obliga a no enseñar ninguna religión en las escuelas del Estado a partir de la consecuencia un Estado sin religión. Es una forma de afirmar la equidad y el respeto.

 

Pero a la iglesia le urge recuperar el, negocio de sus inicios: la educación. A fin de cuentas la historia de la evangelización no es sino el secuestro de la pedagogía en torno y beneficio de los valores de la iglesia anticientífica y acrítica. Eso genera adeptos, fieles y limosnas.

 

El negocio educativo, es pingüe y eterno. Y si no me cree usted vea el dineral generado por las escuelas católicas. Sólo revise la opulencia de los herederos de Marcial Maciel o la Compañía de Jesús.