Aquí, en la cueva, hay mucho desorden. Los libros amontonados, los documentos en frágiles columnas chuecas, las notas garabateadas en papelitos sueltos, las fotos desteñidas por el tiempo, los nombres olvidados, las caras perdidas… En esta cueva está todo lo que uno pueda imaginar, y sin embargo casi nunca se encuentra algo. Aquí, más bien, son las cosas que me encuentran a mí y no me dejan en paz, son esos fragmentos de memoria que no me permiten descansar un solo día. Una hora solamente. Unos cuantos minutos.

 

De tras de una repisa, cabeza abajo, diviso a un libro de Christa Wolf; lo arranco a la pared que parece abrazarlo y leo: “Aquí fue. Ahí estaba. Esos leones de piedra, sin cabeza ahora, la miraron. Esa fortaleza, un día inexpugnable, ahora un montón de piedras, fue lo último que vio. Un enemigo hace tiempo olvidado y los siglos, sol, lluvia y viento la arrasaron. Inalterado el cielo, un bloque azul intenso, alto, dilatado. Cerca las murallas ciclópeamente ensambladas, hoy como ayer, que marcan su dirección al camino: hacia la puerta, bajo la cual no mana la sangre. Hacia lo tenebroso. Hacia el matadero. Y sola. Con mi relato voy hacia la muerte.” Leo en voz alta, como uno debería leer todo lo que considera importante. “Con mi relato voy hacia la muerte”.

 

Sí, Christa Wolf ha muerto.

 

Una boca que me espía – impertinente – de la portada del viejo libro editado por El País en 1995 (Casandra, 1983), parece contarme la historia verdadera de una mujer extraordinaria que supo distinguir sus propias ideas de lo que otros hacían con las ideas; una mujer valiente que no le tuvo miedo a su propia coherencia y que supo, en una época de autocríticas y arrepentimientos, resistir a la decepción y seguir adelante con la frente alta. Christa Wolf, alemana, había nacido en una lengua de tierra que hoy se encuentra en Polonia, en 1929, hace 82 años. Crecida en la borrachera nacionalsocialista de los treinta, vio con sus propios ojos arder millares de libros, así como, en otro lado, se quemaban millones de cuerpos. Libros y cuerpos, palabras y personas: los elementos insustituibles del sueño de Christa. Después de la derrota de 1945, después de que al pueblo alemán se le murió nuevamente dios, ella – de sólo 16 años – se mudó con la familia en la que en breve se volvería la República Democrática Alemana, un estado comunista como Christa.

 

Su militancia en el Partido no le impidió ver lo que ese nuevo gobierno le hacía a la libertad; ella era una mujer verdaderamente libre y sabía lo que significaba perder ese bien precioso que se traduce en poder decir lo que uno quiere, poder pensar lo que uno quiere, leer, escribir, proponer y soñar lo que uno, finalmente, quiere. Ella, que había crecido bajo un cielo dividido (El cielo dividido, 1963) y que había visto la luz en La sombra de un sueño (Seix Barral, 1992), nunca hizo un paso atrás frente a la realidad, defendiendo siempre sus propias ideas de los que las traicionaban en los hechos.

 

Sí, Christa Wolf, la mujer comunista que se opuso en nombre del socialismo verdadero al más corriente y dañino socialismo real, la intelectual anticonformista y – más que nadie – alemana que se opuso a la reunificación alemana, ha muerto. Y a nosotros, encerrados en esta cueva, no nos quedan que sus palabras: “El dolor hará que nos recordemos. Nos reconoceremos por él más adelante, cuando volvamos a encontrarnos, si es que hay un más adelante”.

 

*Profesor e investigador en la Universidad del Claustro de Sor Juana