Durante el suspiro de 2011 Daniel Sada despareció en medio de la indiferencia del mainstrem crítico-literario mexicano. Empalmados quedaron su muerte con el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011, el reconocimiento como registro; degradados quedaron los lectores masivos cuyo patrón de decisiones es vehiculizado por las marcas elaboradas por los best sellers, el desconocimiento como principio de desprecio.

 

El último tour de letras global que recibió Sada se lo otorgó Anagrama a través del premio Herralde en 2008 con Casi nunca.

 

La fortuna literaria de Sada se encuentra en el juego que desarrolló a través de la métrica y la prosa rítmica o, si se prefiere, en su capacidad lúdica de disfrazar poemas a través de historias campechanas con lenguaje barroco. El truco de una historia con pocas escenas pero con miles de fotografías donde cada una de ellas no se asimila al resto.

 

Sada utilizaba los dos puntos como el mejor chelo en auxilio de la afonía semántica: conclusión inmediata: acción que perturba a la monotonía: vida por delante: emoción por venir: cambio de reglas sin autorización de la academia: viaje imaginario sin regulación lingüística: campechanía frente a la ortodoxia de las marcas: albergue de palabras frente división de parcelas: dos puntos resguardando un léxico polvoriento pero alegre: fecundo.

 

Si en Juan Rulfo los fantasmas se encargan de revitalizar a los personajes, Daniel Sada recurre al cronista como principal ambientalista (revitalizador) de la historia. La estilística no está en la historia misma que plasma Sada en sus novelas sino en el siempre “metiche” cronista que cataliza la trama.

 

Dos traileros resentidos por su fea realidad se ponen la toga justiciera para liberarse de su patrón clasista y mula. La venta de una propiedad inexistente en Zacatecas, el guion perfecto de los traileros sin vergüenzas. Después, sus destinos viajan desesperadamente hacia lo que parece, pueblos fantasmas saturados de conversadores chismosos. Lo mejor, desaparecer donde cada uno de los matones se pintan de calaveras sabiendo que un buen día la policía aparecerá. El remordimiento, nunca; la resignación, siempre. Aquí, la pausa para quitarse el sombrero frente al cronista burlón y bonachón que Sada siempre inventa. Y, por último, adiós y fin de la novela A la vista. Su último legado de Daniel Sada.

 

La vida de Sada, como la de sus personajes, fue sencilla. Nunca lo entusiasmó realizar una escala en los medios para insuflar su apellido hacia terrenos populares. Sabía que los nombres de marca pierden imaginación al observar, de manera permanente, la lista de los 10 más pedidos. Su mundo “pequeño” lo inspiró; no fue un mundo globalizado, la literatura le presentó el optativo escenario de permanecer en el siglo pasado.

 

Para Sada, salir da casa para ir al café La Selva de Ámsterdam en el barrio la Condesa fue un ejercicio similar al que practica un explorador en busca de aventuras o qué decir de sus visitas a la librería del FCE Rosario Castellanos como si se tratara de refugiarse frente al Apocalipsis. Los personajes de Sada se le acercaban. Recuerdo a Pascual Borzelli, un fotógrafo empedernido que decidió perseguir a Sada alrededor de su geografía para reproducir su imagen como si de un rockstar se tratara.

 

No es prometedor el futuro de la obra de Sada en tiempos tuiteros. Por qué insistir en escribir novela larga con argumento perfectamente descifrable en 140 caracteres, se preguntarán los tuiteros. Por qué asistir a una función de barroquismo en tiempos minimalistas, se preguntarán otros.

 

En un concierto literario el placer no se mide en caracteres.

 

 

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