“San Juditas, Padre mío, vengo a pedirte que me des fortaleza; no me dejes caer más. Abrázame…”, dice en voz baja frente al altar un adolescente de cara redonda, rapado estilo militar y vestido con una playera sin mangas que exhiben unos brazos fuertes y morenos tatuados con la imagen de la Santa Muerte. No es el único, la mayoría le pide lo mismo; la escena se proyecta hacia todas partes del interior y exterior del templo de San Hipólito, en avenida Hidalgo y Reforma.

 

Afuera, lo que se esparce en el ambiente no es el humo del incienso sino el humo de la mariguana quemada. Es este halo lo que enmarca el paso triunfal del Señor de las Causas Perdidas, que avanza con rostro imperturbable por los escalones.
Los credos, dicen los abuelos, no vienen del cielo, emergen de la tierra y se apoderan del alma humana y de allí se trasladan a los altares, retablos y catedrales. Eso mismo ocurre con el culto a San Judas Tadeo, el Señor de las Causas Perdidas que tiene su templo en Reforma. Con el paso de los meses y años se ha convertido en uno de las más importantes creencias de habitantes de las zonas periféricas del centro de la ciudad de México. El culto crece, cada vez más es importante, junto con el de la Santa Muerte.
-¿De dónde vienen? -Le pregunto a las tres de la mañana a uno que viene acompañado por un nutrido grupo de personas.
-Del Ajusco -responde-.
-¿Cuánto han caminado?
-Unas cinco horas, dice, y continúa su paso llevando una imagen de madera de casi dos metros de altura y que carga con otros tres.
Si lo que más se ha perdido en el Distrito Federal es la esperanza cómo no habría de permear el espíritu de la derrota y la reivindicación entre sus fieles. En una sociedad globalizada y globalizante con falta de oportunidades y con la violencia como moneda de uso la religión, la fe, lo divino, lo metahumano, es el lugar en donde se apaciguan las almas adoloridas, abandonadas por  la justicia y el caos.
 Desde el comienzo de los tiempos los hombres de comunicaban con sus dioses a través de ofrendas que les dedicaban, desde entonces no ha cambiado el ritual. Escapularios, pulseras, esquites, esculturas, fotografías, cervezas,  tatuajes efímeros, CD’s con plegarias, playeras y otros souvenirs aderezan este culto emergente para una sociedad de jóvenes desencantados que parecen vivir la resaca del fin del mundo a una cuadra del panteón San Fernando. “Que ondaaa carnal”, me dice una voz lanzada desde la oscuridad de la calle, “regalame un traguito para que a mi San Juditas no se le seque la boca”.