¿Cuándo será la Gran Guerra Virtual o, si se prefiere, la Primera Guerra Virtual? En realidad, las batallas ya iniciaron. Algo más, en el terreno virtual-diplomático no hay Consejo de Seguridad ni OTAN. Lo que existen son las tiranías.

 

El mundo de la red resulta que no es tan virtual. Malas noticias en los momentos en los que el hedonismo cibernético ha superado al viejo hedonismo que se obtiene fuera de las pantallas de internet, es decir, en la vida real. El nuevo hedonista festeja sus compras en iTunes pero también las descargas de lugares sin taquilla. La frontera es clara. Quien no la distinga permanece en la cámara de diputados cruzado de brazos.

 

El gobierno francés (Sarkozy) articuló una ley para desincentivar (no criminalizar) las descargas de productos culturales. Si un cibernauta descarga sin pagar, por ejemplo, la película La Playa con Virginie Ledoyen y Leonardo DiCaprio, de manera inmediata le aparece una leyenda en la pantalla recordándole que el ejercicio que ejecutó viola los derechos intelectuales de autor. Si el mismo cibernauta lo hace por segunda ocasión, aparece nuevamente la leyenda. Un tercer intento le representaría, al cibernauta, la cancelación de su cuenta de internet.

 

En España, la ley Sinde (apellido de la ministra de Cultura durante los gobiernos del presidente Zapatero) no se va en contra del cibernauta sino de empresas intermediarias que distribuyen de manera virtual los productos culturales. La imputación en contra de los dueños de las páginas conlleva órdenes judiciales.

 

En Estados Unidos el proyecto de ley Stop On line Piracy Act (SOPA), alto a la piratería en línea, incluye órdenes judiciales en contra de los dueños de páginas que violan los derechos de autor. En pocas palabras la guerra que se desarrolla en los terrenos de la fibra óptica tiene como ejércitos a Hollywood y Google; nueva edición de la guerra global entre el cobro y la gratuidad.

 

Si se implementara la ley SOPA, un internauta fan de Lady Gaga podría vivir en la cárcel durante cinco años por cada diez piezas musicales que descargue o por una película descargada durante los seis meses posteriores a su estreno.

 

Después de que Obama le echara porras a los principios vitales de Google (libertad y no censura), en pocas horas, el presidente observó desde la ventana del Despacho Oval, el despliegue de tanques de guerra provenientes de Hollywood. La amenaza es clara, si el paraíso de los hedonistas continúa, las aportaciones de los dueños de las películas a la campaña de Obama se convertirán en ficción pura y dura. En los nuevos códigos virtuales la semántica conlleva a terrenos inhóspitos.

 

Los efectos llegaron a la tierra de los jueces que enviaron al FBI en contra de Megapload, una página similar a Wikipedia pero en el ámbito cinematográfico donde los obsesos al cine cuelgan y descuelgan sus películas favoritas, donde las transacciones financieras se convierten en optativas dependiendo de la velocidad de la descarga. En respuesta, Anonymous, el brazo armado de Google lanzó misiles en contra del Departamento de Justicia de Estados Unidos y de los dos sitios reguladores de las industrias discográfica y cinematográfica.

 

Sarkozy también observó a los tanques de Anonymous estacionarse sobre Champs-Elysées. La página hadopi.fr (encargada de administrar los desincentivos de las descargas) recibió un ataque. En Bruselas, capital de la Unión Europea, la Federación Belga Antipiratería sufrió bajas en su fibra óptica.

 

Lo ocurrido entre el FBI y Anonymous es una de las batallas más sangrientas de los últimos años. Su asimetría sólida dificulta el análisis legal: gratuidad en contra del cobro. No es ficción.

 

Una justicia imaginaria buscaría homologar las transacciones virtuales con las reales. Si el brazo armado de Google tuviera razón, las librerías Gandhi o El Péndulo tendrían que regalar los libros; el placer hedonista del orgasmo encontraría a su par en la descarga (en el iPad) de una contorsión de Eva Mendes en la micro ficción pagada por Calvin Klein (Obsession). Ambas simetrías suenan a algo más que ridículas.

 

El brazo armado de Google, como dinosaurio político, apuesta por confundir a sus fans: regular es censurar, dicen. Las regulaciones distorsionan mercados sin embargo la excepción cultural es evidente. Los creativos que participan en la industria cultural, a través de sus derechos legales, no sólo reciben dinero como único elemento de la transacción, lo que también reciben y no es menos importante, es la protección de su obra en contra de plagios.

 

El mercado de las presentaciones en vivo de cantantes sufrió una presión hacia la alza en los precios de los contratos debido a la desaparición de la industria del disco. Shakira y Lady Gaga obtienen más ingresos provenientes de sus espectáculos que por la venta de sus discos. La industria del libro es diferente. Ni a Gabriel García Márquez ni a Carlos Fuentes los veremos ofrecer espectáculos masivos para sustituir sus ingresos por la no venta de sus obras. El tema toral es el beneficio en vida de los escritores. Así, por ejemplo, los libros de Shakespeare podrían distribuirse de manera gratuita (sin ornamento estético, es decir, sin un diseño atractivo) sin perjuicio alguno.

 

Google ha logrado cambiar de piel durante muchas ocasiones. De un inofensivo buscador ha pasado a ser un tiburón devorador de datos (escaneando el contenido de miles de discos duros sin dar aviso a los propietarios de los mismos); en nombre del conocimiento recauda millones de dólares a través de su algoritmo publicitario (tan redituable como la fórmula de la Coca Cola). Ahora, con su brazo armado, Anonymous, apuesta por la anarquía en nombre de la libertad.

 

Y, como dijo Milton Friedman, no existen los desayunos gratis.

 

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