El futbol no puede sustraerse o aislarse de lo que sucede en el mundo. Lo idóneo sería, obviamente, que se apegara a viejos y románticos ideales de tolerancia, armonía o respeto, pero resulta difícil que hacia allá se dirija cuando el contexto fuera del estadio es tan turbulento.
Lo sucedido el miércoles en un partido de futbol egipcio, en el que fallecieron más de 70 personas, corresponde de forma directa con la realidad que vive ese país: inestabilidad, lucha de poder, revanchismo, desempleo, crisis, caos, con política y religión mezcladas en cada faceta de la vida.
Todo lo anterior daría forma a un coctel lo suficientemente explosivo para ser pesimistas, ¿y qué pasa si le añadimos la pólvora que supone la peor forma de entender una pasión futbolera? Semejante catástrofe.
Fue una de las noches más oscuras en la historia del deporte, y resulta indispensable diferenciar algunas de sus facetas de las vistas en anteriores tragedias futboleras.
Los incidentes ochenteros de hooligans ingleses que gritaban a su agresiva manera contra un futbol que dejó de pertenecer a la clase trabajadora, contra una movilidad social que se tornaba imposible, contra toda autoridad (de hecho, muchos encontronazos eran con policías). Algo de aquel hooliganismo podía definirse bajo la frase de los Sex Pistols en la canción Anarchy in the UK: Don´t know what I want, But I know how to get it, I wanna destroy the passer by; (No sé lo que quiero, pero sé cómo conseguirlo, quiero destruir al que pase): violencia porque sí, como alternativa al ocio.
Luego vino una politización de muchos ultras futboleros. No queremos decir que hasta antes no existieran equipos reivindicando religiones, ideologías, corrientes políticas, etnias, sino que en ese momento la agresividad del supuesto aficionado futbolero empezó a sustentarse en nociones ajenas al futbol (y ya no en simples tribus urbanas o uniformes).
Racismo. Líderes ultra-derechistas o ultra-izquierdistas reclutando partidarios en estadios ya fuera con adoctrinamiento o con dinero y boletos. Ejércitos paramilitares financiando barras de supuesta animación (o viceversa: fanáticos deportivos cooperando económicamente con paramilitares).
En Egipto se ha dado un poco de todo lo anterior. Primero, hooliganismo a la inglesa con desmanes que son tensión social e inconformidad (en masa se creen capaces de “vengar” las afrentas recibidas como individuos). Segundo, sectarismo y politización basados en la afinidad del club Al Ahly con la caída de Hosni Mubarak y su papel como líderes en la Plaza Tahrir (a la cual llevaban hasta tambores, cánticos y banderas del estadio como parte de las protestas). Tercero, un cuerpo de seguridad poco preparado o, más bien, poco dispuesto a mancharse cuando las acciones futboleras fueron convertidas en motivo de disputa, linchamiento, ataques.
La Hermandad Musulmana acusa a las fuerzas cercanas a Mubarak de haber sido cómplices y perpetradoras del crimen, como venganza por el apoyo del Ahly a la revolución egipcia. Se teme que esta catástrofe tenga profundas consecuencias a nivel político y social, se teme que las heridas abiertas en ese estadio derramen más sangre, se teme que Egipto no será el mismo tras ese partido (y, su futbol, menos aún, ya con su federación de futbol disuelta).
Podemos girar la mirada hacia la FIFA que tiene demasiado que mejorar: afinar detalles de seguridad, educación, logística, planes de contingencia… Pero la respuesta no llegará desde el futbol, sino de las instituciones más elevadas, porque es una situación que ha permeado precisamente desde lo más alto de la política egipcia hacia la cancha.
Lo que sí se tiene que hacer es frenar a tantos equipos que lucran con el odio de sus aficionados y por ello incentivan el detestar al rival. Por ello se llama Old Firm o vieja empresa al derby escocés (Celtic/católico contra Rangers/protestante): porque la rivalidad es negocio.
El domingo, cuatro días antes de esta tragedia, hablábamos en esta columna respecto a una revolución hecha derby; hoy, peor todavía, es un derby hecho sanguinaria revolución.
@albertolati