A nadie se le ocurriría hoy comprar una computadora de la década de los ochenta para navegar en internet de alta velocidad. Si la analogía la llevamos al terreno de la política nos encontraríamos con más de una sorpresa.
Seis de cada 10 rusos que acudieron a las urnas a votar el pasado domingo, lo hicieron por Vladimir Putin. Los resultados no sorprendieron a nadie. Es más, las manifestaciones promovidas por un supuesto fraude de Estado ocurrieron antes del domingo.
Putin posee un hardware del siglo pasado, y algo más, fue diseñado durante la Guerra Fría por la KGB, el servicio secreto soviético personificado en el original Big Brother, cuya misión era fotografiar palabras, movimientos y sombras de los enemigos. No es extraño que la imagen de Putin no corresponda al de un político de masas cuyos rasgos son diseñados en quirófanos de marketing para seducir al electorado. Más bien, su visión política es antagónica; campo de batalla en el que sus enemigos, tanto rusos como extranjeros, se encuentran permanentemente articulando estrategias para dañarlo. La guerra fría como novedad o, si se prefiere, como la eterna posibilidad. El hardware de Putin está programado para interpretar a la política, exclusivamente, a través de la seguridad. Personaje monotemático cuyos días son tan obscuros como la noche en los círculos polares. No hay nada más decadente que el político monotemático. Es el personaje que al acudir a una escuela primaria les habla a los niños a través de lenguaje militar; si el presidente acude a una entrega de premios deportivos, también utiliza la retórica bélica; si inaugura un cine, lo mismo.
Desconozco si el domingo pasado Putin, ayudado por su amigo-robot-programado-para-apoyarlo, Medvédev, recurrió al fraude in situ para robarse la elección. Lo que resulta innegable, son las acciones que el propio Putin realizó para obstaculizar a los partidos de oposición: los gobernadores, en su mayoría, fueron elegidos a través del dedazo (no tendría que sorprendernos a los mexicanos); control absoluto de las televisiones estatales (tampoco nos sorprendería en México); políticas de justicia discrecional, por ejemplo, Putin hostigó al petrolero que se encuentra en la cárcel, Mijaíl Jodorkovski; provocó el exilio de los aliados oligarcas de Borís Yeltsin, Borís Berezovski y Vladímir Gusinski, e hizo mantener en silencio y concentrar su interés de vida en el futbol a Román Abramóvich.
Los fraudes tendrían que dejar su definición a un lado o al menos, tendrían que ampliarla. Ya no son los actos in situ tan conocidos por los mexicanos: ratón loco, el carrusel, casillas zapato, operación tamal, entre otras barbaridades. ¿Fraude? No es necesario, basta con controlar las fuentes de percepción que moldean y detonan las decisiones de los electores.
En un ensayo escrito por Nicholas Eberstadt en Foreign Affairs Latinoamérica (número uno de 2012) nos recuerda que, “a pesar de toda su riqueza, Rusia gana cada año menos que Bélgica por sus exportaciones”. Eberstasdt también menciona que el problema de Rusia no se enfoca sólo en Putin, un político del siglo pasado, sino en su economía (no logra crecer al 6.6% anual como lo estableció Putin en el plan Rusia 2020) y, sobre todo, en su demografía (dada su estructura piramidal, le ha afectado por la caída del crecimiento del 5% entre 1993 y 2010).
La noche del pasado domingo Putin lloró durante la catarsis electoral. El hombre de la sonrisa enigmática tipo La Gioconda dijo que el fuerte aire le penetró las pupilas. La verdad, se trata de una típica reacción robótica de un hardware que no entiende de sentimientos y emociones políticas. En realidad, a Putin sin vivir en la Guerra Fría, se le salió una lágrima fría.
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