Al arquitecto Antonio Attolini Lack le conocí personalmente desde hace doce años, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Anáhuac del Sur. Falleció el pasado miércoles por la tarde, a los 80 años, aquejado por la enfermedad de Parkinson que padecía desde antes de que yo lo conociera.

 

Fue un arquitecto que tenía una importante suma de cualidades y una personalidad arrolladora. Un excepcional modelo de arquitecto que proyectó y construyó con excelencia la totalidad de sus obras. Esto lo distinguió siempre: no solo proyectista contemporáneo sino diseñador, constructor, y artesano racional del espacio. Su partida representa, además de una pérdida para México y su arquitectura, cierto aviso, quizás, de una “especie en peligro de extinción”. Hoy en día se antoja casi imposible llegar a esa calidad en la ejecución de cualquier obra: “…solo hay una forma de construir: …Bien”, solía decir.

 

En su trabajo se reconocen claramente dos épocas distintas: la de las casas del Pedregal, y la posterior a la construcción de la Iglesia de la Santa Cruz (sin duda una de sus obras emblemáticas), ambas notables por su factura, refinamiento, pulcritud, y cualidades espaciales. Procedimientos constructivos de arraigo y tradición dotaron a su trabajo de “la segunda época” de cierta mexicanidad y de una profunda cualidad artesanal. Alguna vez me comentó que se pasó un día entero en la casa de Luis Barragán, con él, cuando le conoció.

 

En su primera época exploró el manejo de diversos materiales (piedras, acero, cristal, madera, etc.), dentro de un vocabulario formal en el que predominaron la horizontalidad y la esbeltez de los elementos arquitectónicos y estructurales (inició su vida profesional trabajando con Francisco Artigas), destacándose el dominio en el manejo del concreto aparente enduelado, por ejemplo. Hoy en el Pedregal se reconocen claramente algunas de sus casas de esta época, no solo porque están orgullosamente firmadas, sino por el magnífico estado de conservación que ostentan. También el edificio de la AMA -todo en voladizo y en concreto aparente- en Reforma y Prado Norte, fue un espléndido ejemplo de esta época, por igual.

 

La Iglesia de la Santa Cruz del Pedregal, marcará un punto de referencia en la obra de Attolini: en una estructura preexistente proyectada por José Villagrán García, Attolini introduce los valores que definirán su producción subsiguiente: manejo del espacio y de la luz, comprendiendo en sus composiciones que el vacío coexiste con la masa que lo contiene, complejidad y sencillez, esencialidad y monacalidad, cierta religiosidad y alegría intensa se percibe desde el atrio hasta el interior de la iglesia, que es sobresaliente en todos sus componentes.

 

La papelería Lumen de la calle de Arquímedes en Polanco, marcará también un hito en su trayectoria profesional, en este caso dentro de la arquitectura de espacios comerciales. El gran pórtico de acceso y el juego de formas geométricas construidas en concreto aparente, constituyen una aportación rotunda a la solución del programa planteada en este encargo, sustentada en la comodidad del consumidor.

 

Fue un arquitecto prolífico. En sus últimas obras, residencias blancas en su mayoría, insistió en la búsqueda de la esencialidad; su capacidad de superación parecía no tener fin. Le preocupaba no repetirse.

 

Attolini logró con una verdadera “familia de artesanos y colaboradores” (a los que reservaba la primera fila en sus conferencias para compartir el aplauso), el desarrollo del diseño total que lo caracterizó siempre: diseñó muebles, tipografías, tapetes, lámparas, jaboneras, ceniceros, picaportes, etc., y hasta el último detalle de manera especial e inagotable para cada una de sus obras.

 

Dio clases durante casi toda su vida profesional, desde 1955 en la UNAM y en diversas escuelas de arquitectura de la Ciudad de México desde 1970, realizando una labor significativa como “hacedor de arquitectos” mediante el contagio a sus alumnos de la pasión por el oficio: “el que está convencido convence”, fue una de sus estrategias pedagógicas infalibles…Puedo afirmar que cualquiera que haya recibido su instrucción, le recuerda con inmenso cariño y gratitud.

 

Fue un hombre de familia por excelencia, apasionado de los caballos, de la Historia y de la Cultura de México, de los paseos y de los viajes, de las buenas lecturas, del románico y del gótico, de Chillida, de Richard Serra o de Mahler, y junto a su esposa, Doña Carmen, cómplice silenciosa y compañera de todos los días, Attolini dedicó su vida incondicionalmente a la búsqueda de la excelencia humana en el oficio de la “buena arquitectura”.

 

Fueron doce años de entrañable amistad que, además de una magnífica enseñanza, un ejemplo de coraje contra su enfermedad, y un sinnúmero de buenos recuerdos, nos permitió, desde la dirección de la Escuela de Arquitectura, reconocerle merecidamente con la instauración de la Medalla Antonio Attolini Lack, que él mismo diseñó y que entregamos cada año -desde el 2006- a arquitectos que con su vida y su obra, personifican los ideales que perseguimos en la formación de nuestros alumnos. Attolini entregó las primeras 5 medallas con su nombre en vida, y nos dejó el proyecto firmado de una Ermita para nuestro Campus, que será, Dios mediante, su obra póstuma. Descanse en paz.

 

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