Para Rick Santorum la campaña electoral es una cruzada (en su original significado y no en el que Vicente Fox utilizó para filmar su comercial de televisión que duró seis años), y algo peor, su discurso ya colonizó las agendas de la misma. En el mundo Santorum no existen los condones ni la lujuria, la política interior es tan sucia que requiere a un policía de las buenas costumbres para reformar la Constitución y la política exterior es una eterna batalla entre bloques religiosos en contra de los bloques laicos o de religiones “enemigas”. Para Santorum ya puso en subasta electoral la idea de arrasar con las instalaciones nucleares iraníes simplemente porque el país es dirigido por “radicales islamistas”. El radical c’est moi.

 

Durante los últimos días de febrero, en Michigan, Santorum recordó sus “ganas de vomitar” que le produjo la sola idea de recordar una de las intenciones del católico John F. Kennedy, separar la iglesia del Estado. “Eso es Francia, no América” dijo el candidato que, de manera seria busca la presidencia.

 

Si el renacido de Bush hizo suyos los guiones de Fukuyama y Hungtinton para articular su política exterior a través de la seguridad, Santorum, bajo el escenario de una victoria que hace seis meses parecía una broma, desarrollaría una política orientada por la religión. En sus presentaciones electorales, Santorum motiva una interrupción para sacar de su bolsa del pantalón una copia miniatura de la Constitución (como lo hizo el ex golpista Hugo Chávez) y una copia de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. En ellas sostiene una frase que domina su memoria: “Todos los hombres son creados iguales, y su creador les otorga los mismos derechos inalienables, entre los que se hallan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. El creador, sí, es el patrón constitucional, ni más ni menos.

 

Quien se ha de estar doblando de risa es el candidato Barack Obama; embrollado en el estela de la crisis económica, a principios del año pasado, observaba un natural ascenso de los republicanos en el mundo de la demoscopia, ese espacio reduccionista pero convertido en el mainstream de los cazaraitings. Hoy, las circunstancias de Obama han cambiando. Sus competidores son minúsculos boxeadores de sombra que, al abandonarla, no se ven.

 

Por su parte, Mitt Romney, con su impronta ideológica del mundo empresarial (a pesar de haber sido gobernador de Massachusetts) siente que sus mini rasgos de liderazgo sufren un proceso de reduccionismo. Sus intenciones de hace no mucho tiempo, era salir fortalecido del súpermartes. Sin embargo, no contaba con el ascenso del populista religioso, Rick Santorum ni con la división de los republicanos.

 

Romney no crece. Acumula delegados de estado en estado pero sus discursos se diluyen de presentación en presentación. No hay una frase memorable que se haya convertido en su bandera electoral. Se resbala con el pago de impuestos y con los diseñadores de su marketing que no logran subsidiarle una imagen empática. En el espectro ideológico radicalizado por Santorum, Romney compite contra un santo, ese santo incubado en los ciudadanos que tanto gustan de la espiral del silencio que consiste en comunicar los rasgos consentidos por la hipocresía y ocultar los ambientes concupiscentes.

 

Los partidos radicales se encargan de romper las campañas electorales; los acentos son los que roban la atención del electorado. La moderación se pierde en medio de la selva. Excitar es el medio más eficiente para convencer al electorado. Santorum lo sabe. Romney también. Compite contra un santo.

 

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