“Y sin embargo se mueve”, dicen algunos historiadores que musitó Galileo Galilei, abatido pero en franca ironía porque la Inquisición lo había obligado a abjurar de las ideas de Copérnico, en el sentido de que era la Tierra la que giraba en torno al Sol y no al revés, como se deduce de lo que dictan las sagradas escrituras. No se refería el iniciador del pensamiento científico moderno a otra cosa sino a los terremotos, sacudidas del suelo como el que vivimos los mexicanos al mediodía de ayer.

 

Ni bien se había aquietado la Tierra, ni siquiera había cesado el mareo en nuestras cabezas, ni mucho menos se producían aún las temidas e inexorables -aunque casi siempre menos intensas- réplicas del temblor cuando ya los decanos del periodismo nacional daban puntual seguimiento para dar a conocer las características, el “rostro” del sismo, con una serie de palabras e imágenes más o menos familiares para la mayoría de los habitantes del Valle de México: magnitud (medida en grados Richter pues la otra, la Mercalli, casi nadie la usa); movimiento (oscilatorio… trepidatorio… trepidante, nos corrige el diccionario); y otras que se desgranan en tropel: oscilación, duración, epicentro, profundidad…Y, desde luego, el recuento de los daños o, para quienes tenemos edad suficiente, el inevitable recuerdo de los terribles “rostros” de otros sismos que, como fantasmas, aún atormentan nuestra memoria.

 

Los primeros daños ocurren en el centro de nuestro posmoderno orgullo tecnológico: falla la energía eléctrica y con ella parcelas completas de vida cotidiana, se satura la telefonía celular y después la fija, y los semáforos. Los medios electrónicos, o “calientes”, como justamente los llamaban ciertos teóricos de la comunicación de masas, revelan su supremacía en la inmediatez, acompañados de los nuevos aliados de la nube cibernética: las redes sociales, el Twitter (¿trino de trinar; piador de piar?) y el Facebook (¿Anuario, “Cara-libro” o feisbuc nomás?).

 

Y entre llamados a conservar la calma y evidentes muestras de pánico se inicia una danza frenética: Unos intentan usar el teléfono móvil. Otros están atentos a los edificios de enfrente, los más lejanos, los más cercanos, los más altos, los más modernos. La mayoría tiene puesta la mirada en las lámparas que se han convertido de pronto en primitivos sensores sismológicos, mientras la mente calcula sin cesar juegos de supervivencia, posibilidades, riesgos (en un instante, un estante pasa de inofensivo y útil mobiliario a eventual fuente de amenaza, al que sopesamos imaginariamente en rangos de pros y contras).

 

Todos tienen en mente que usar el ascensor –si es que la luz no se ha ido en su edificio- es meterse en una trampa que se antoja mortal, pero la mayoría duda entre usar o no las escaleras. ¿Tendrá sentido bajar 10 pisos para ganar la calle y, una vez en ella, descubrirse rodeado/a de gigantes de cristal, acero y concreto? ¿Debemos bajar las escaleras –en perfecto orden, eso sí, no corro, no grito, no empujo, no razono- en medio del sismo o esperar a que pase? ¿Cuál era la zona de refugio más segura de nuestro piso? ¿A quién le tocaba el comité de protección civil? ¿Qué aprendimos durante el último simulacro, si es que lo hubo en el último semestre? En tanto, los segundos pasan y, para fortuna de millones, pasan también el susto, la anécdota y los datos fríos que al calor de las primicias noticiosas han ido de versiones y supuestos a hechos confirmados.

 

Los expertos del Servicio Sismológico Nacional de la UNAM tienen ya en sus manos el reporte: A las 12:02:50 del martes 20 de marzo de 2012 se registró un sismo de magnitud 7.8 en la escala de Richter. Latitud: 16.42. Longitud: -98.38. Profundidad: 15. Epicentro: 29 kilómetros al sur de Ometepec, Guerrero.