Una anécdota sucedida cuando Josep Guardiola era jugador, resume bien la coherencia que implementaría años después al finalmente dirigir al equipo. Hacia mediados de los noventa, Vitor Baia, portero portugués del Barcelona, decidió despejar balón a zona de nadie cuando los blaugranas goleaban y al partido restaban escasos segundos. Pep, líder histérico y obsesivo, especie de entrenador en la cancha, reclamó al guardameta: “aquí siempre salimos tocando”.
No importaba el marcador ni el momento del cotejo: la fidelidad a un estilo, el apego a una esencia, la obstinación por unos ideales, simplemente no eran negociables. Pelotazos ahí no se lanzarían ni a la espera de que el árbitro pitara.
Opuesto a lo que viviría como estratega con muy pronta y unánime reverencia, Guardiola fue un futbolista con ciertos problemas para ser apreciado: corría poco y no era fuerte, lo que le acarreaba no pocas dudas de parte de entrenadores y aficionados que ven al futbol bajo absolutos, que buscan la misma cantidad de músculo y sudor en cada elemento. Si a eso añadimos pasiones por conceptos algo ajenos al entorno futbolero (letras y filosofía, arte y moda), se comprende que Pep causara intriga o desaprobación en algunos.
Salió de su casa barcelonista prematuramente y no bajo muy buenos términos, fastidiado por la dictadura del entrenador Louis van Gaal. Para sorpresa general, su destino no fue algún gigante italiano o inglés, sino el humilde Brescia donde las cosas nunca terminaron por irle bien. Enfrentó una sanción por dopaje, pasó una etapa para el olvido en la Roma (aquí ignorado por otro célebre tirano del banquillo, como Fabio Capello), hasta cerrar carrera en Qatar y Culiacán, respectivamente.
Sólo regresar al denominado Can Barça, comenzó a trabajar con los juveniles bajo la vieja consigna: tocar, tocar, tocar. Hacia la portería rival en horizontal, en diagonal, en reversible, pero con monopolio de balón y desmarque constante. Un año después le era entregado el timón barcelonista aún sin contar con experiencia en primera división.
En poco tiempo, Pep revaloró al futbolista bajito y delgado. El Barcelona venía de un gran ciclo a cargo de Frank Rijkaard, en donde Messi ya despuntaba como futuro dueño del balón, en donde Xavi ya daba cátedra en inteligencia, en donde Iniesta ya presumía condiciones de crack, pero con Guardiola estos tres alcanzaron dimensión máxima.
Pep sabía que contaba con un factor desconocido para el común de los clubes en el mundo: que sus dirigidos habían sido criados juntos humana y futbolísticamente, que habían compartido cuna deportiva, en definitiva que jugaban a lo mismo y en familia. Si a eso añadimos que bajo ese ideal también había sido amamantado el propio Guardiola, todo hacía sentido.
A tocar balón, que como consecuencia los goles llegarían, y llegaron por racimos. Como suele pasar, eso trajo títulos, demasiados, hasta de a seis por temporada. El mayor rango de éxito de cualquier equipo en la historia y bajo la vieja teoría de “jugar bien es el camino más sensato hacia la victoria”.
Este Barça generó aplauso colectivo. Su virtuosismo enamoró. Su afán de siempre consentir a la pelota devolvió la fe a quienes llevaban años resignados a emocionarse con alguna jugada rescatable al mes.
No que gastara poco (el fichaje de Zlatan Ibrahimovic es el segundo más caro de la historia) pero el aura proyectada era distinta al del común de los gigantes europeos, al existir base y estilo tan definidos. Nunca antes un club tuvo a siete titulares del campeón del mundo más el mejor (caso Messi), pero más allá de eso, nunca antes un conjunto fue tan estético y efectivo en tan constantes exhibiciones, nunca tan insaciable pese a tanta conquista.
Legitimado por títulos e ideales, Guardiola fue omnipotente jefe barcelonista: para exculpar al ex presidente Joan Laporta, de escándalo económico en escándalo político; para apadrinar el contrato de patrocinio con Qatar Foundation, pese a críticas por los derechos humanos en ese emirato; para deshacerse de cracks a los que no controlaba como Ronaldinho, Eto´o, Deco o Ibrahimovic; para alterar reportes médicos como parte de su gestión y estrategia…
Pero ¿cómo reprocharle algo? ¿Cómo, cuando sus pupilos tejían semejante alta costura de futbol? ¿Cómo, cuando sus once elegidos se combinaban para ese nivel de sinfonías? Y eso derivó en un maniqueísmo tampoco sano, donde Pep era planteado (sobre todo por medios afines al barcelonismo) como único rostro de lo positivo.
Su exitoso periplo pesará sobre su sucesor, consejero y hermano adoptivo, Tito Vilanova. Pero al margen de títulos y estilos, su principal legado será el haber cambiado algunas facetas de la cultura blaugrana como victimismo y fatalismo: dos conceptos profundamente vinculados a la historia y tradición de Cataluña.
Como describiera el escritor Manuel Vázquez Montalbán,“la significación del Barcelona se debe a las desgracias históricas de Cataluña desde el siglo XVII, en perpetua guerra civil armada o metafórica con el estado español”. Más aún, en un diario barcelonés leí años atrás: “un existencialista sería el alma de la fiesta junto un barcelonista. Siempre vamos con la sensación de que algo irá mal”.
La primera final de Copa de Clubes Campeones que jugó el Barcelona (1961, contra Benfica), la perdió de forma tragicómica: un autogol, varios postes, carambolas de un destino empecinado con su derrota (a la salida diría el entrenador barcelonista, Orizaola: “somos los campeones de la desgracia” y se especula que esa jornada influyó para que los postes dejaran de ser cuadrados y tomaran forma cilíndrica).
Episodio opuesto a la reciente caída a manos del Chelsea: bajo aplausos, bajo la sensación de que a veces las cosas no salen pero basta con saber que se ha intentado con fidelidad a ciertos cánones.
Guardiola se va, ése que con su futbol nos permitió entender la razón por la que en una Barcelona cada vez menos religiosa se sigue construyendo una iglesia como La Sagrada Familia: estética ante todo, defensa de lo bello, poesía aunque nadie sepa explicar su sentido práctico. Poesía, o buen futbol que es lo mismo, por el placer de expresarla, sentirla, admirarla.
@albertolati