Se acepta y celebra que exista cine de autor, pero no siempre se concede margen para que haya futbol bajo ese mismo catálogo: un futbol plenamente identificable con su guionista y director; un futbol independiente de los antecedentes de sus actores (o futbolistas), al margen de imposiciones de productores (quizá aquí clubes, uniformes, incluso directivos); un futbol directamente atribuible, en planteamiento o narrativa, al líder que lo crea, tal como sí en la pantalla grande Emir Kusturica o Woody Allen o David Lynch.
Y entonces se corona el Madrid en España. Brincan los jugadores merengues en medio del hostil ambiente del estadio bilbaíno (Cristiano Ronaldo incluso se pierde el inicio de la euforia por insultar a alguien). Han sobrado dos jornadas a los blancos para levantar el trofeo de liga y todo son abrazos.
José Mourinho, dominador de cámaras, maestro para proyectar mensajes, aparece con seña siete dedos, alusivos a las ligas que ha ganado en los últimos diez años con cuatro instituciones diferentes. Entonces concede algo de razón a quien le critica por utilizar a su equipo para fines personales, para llenar una egoteca, para colmar sus ambiciones (aunque imprescindible recalcar que sus ambiciones suelen ser las mismas que las del club: ser campeón, aglutinar títulos, encimar coronas). Como quiera que sea, Mou clama en las entrevistas posteriores que el haber triunfado en las ligas de Portugal, Inglaterra, Italia y España, le permite dar por cumplida una misión de vida: “ya gané lo que quería, la liga de mi país y las tres más importantes de Europa. No tengo intención de vencer en otra”.
Y es verdad que al futbol le cuesta ser de autor. Esto se imposibilita, de origen, por la dependencia tanto de lo que haga el rival como de lo que improvisen y solucionen los propios; de los momentos, circunstancias, emociones, sincronías (o atrofias) del azar… Pero, más allá de todo, está implícito el liderazgo Mou. Está clara su manera. Salta a la vista su método.
No fue lo mismo hacer bicampeón en Portugal al Oporto (que se había adjudicado siete ligas en la década precedente), que devolver al Chelsea tan preciado galardón tras medio siglo sin obtenerlo. De igual forma, no fue lo mismo dar al Inter dos ligas seguidas (cuando las tres anteriores, sin Mou, se las adjudicaron) que regresar al Madrid a la cima de España después de tan evidente y sonante reinado del Barcelona en las tres campañas previas.
Pero el futbol, como casi todo, va hacia los absolutos y, puestos a ello, la trayectoria de Mourinho puede resumirse en un concepto que unifica cada una de sus escaladas al cielo: arrogante éxito. Porque la victoria lo legitima, se comporta y declara con mayor soberbia. Porque la petulancia también ha sido parte de su camino a la gloria, no se le ve intención de modificar discurso y aún al callar su silencio se interpreta con suspicacia.
Por ello esta vez sí es posible insinuar futbol de autor: porque entre sus maneras –a menudo criticadas- y su liderazgo –erróneamente puesto en duda este año-, Mourinho suele conseguir lo que quiere. Y lo que quiere son títulos. Aunque sea para mostrar a la cámara una cantidad de dedos, aunque sea para autocomplacerse asegurando que ha cumplido sus metas personales.
Ahora lo vemos festejando su segunda liga con el Chelsea. Tiene menos canas, las ojeras son menos pronunciadas. Arroja su medalla a la tribuna. El reportero lo felicita por el gesto; Mou gesticula y resta importancia: “ya tengo una así del año pasado, no hay lugar para guardar todo lo que gano”.
@albertolati