Foto: @urbanitas
El efecto de las sustancias sicotrópicas flexibiliza al cuerpo, que como un árbol mecido por el viento, se desplaza por el espacio-tiempo como una máquina de goce que se adentra en el bosque hipnótico de los sonidos arrojados por el dj-gurú John Digweed. El rave indoor es más que una fiesta, es la actualización del rito ancestral y primario, aquel en que hombres y mujeres danzaban en las cavernas o a cielo abierto en busca de una conexión metafísica, pero ahora no hay dios, no hay rezos, no hay cosmogonía en cada desplazamiento de brazos y piernas sobre el dancefloor. Sólo es el aquí-ahora, no es culpa de la Mente contemporánea, son los días que nos demuestran lo abandonados que estamos en este sistema solar periférico perteneciente a una galaxia de suburbio de un universo que escapa de sí mismo hacia todas direcciones.
En un lugar del dancefloor una mujer de cabello largo baila como si no hubiera mañana mientras las miradas que la rodean admiran el brillo de su cuerpo. Su melena oscura y lacia es la ojiva de un proyectil de sensaciones que conduce hacia un paisaje efímero de ensoñaciones. Mientras tanto, la onda sónica expande I Feel Love. Todos gritan enfurecidos y extasiados. Las luces blancas y azules sellan los cuerpos que no paran de moverse. El humo del jashish se expande lentamente y las máquinas danzantes se juntan, se arremolinan en torno a las bocinas, no importa que estallen los tímpanos, total, no existe el mañana en este momento. Las mentes navegan por dimensiones paralelas. “La música está de pocamadre wei”, dice un raver que baila sin playera frente a la cabina de John Digweed, luego saca del bolsillo de su pantalón un paquete de plástico donde guarda alredor de 30 pastillas marcadas con la efigie de un elefante y unas letras indescifrables que reparte entre sus amigos. -¿Qué son? “tachas, pero también tengo LSD por si quieres”.
A las cinco de la mañana vuelta a la realidad. Afuera del establecimiento improvisado en antro los comerciantes ofrecen “pastillas y cigarros para el after” a quienes tienen trabada la quijada. Los tímpanos presentan daños irreversibles, los cuerpos aún se mueven sin que sus dueños puedan controlarlos. Atrás se queda una huella arqueológica de una escena raver que no regresará a la vida de la ciudad de México; la pesadilla del espectro de la guerra contra el narco aleja todas las posibilidades de volver a una tribu que creció entre el psychedelic trance, el house, el progressive. Esos sonidos ahora viven en los invernaderos los dispositivos móviles. Se rompió el tejido de la colectividad, situación paradójica de los seres que creen en el individualismo compartido y tal parece que no volverá.
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