Los caminos se han agotado para la FIFA. Toda alternativa planteada a fin de evitar la tecnología como auxilio para los árbitros, se ha probado y desechado. Llenar el terreno de juego de jueces de nada ha servido. El chip en el balón llegará, hoy se sabe, más pronto que tarde.
Mientras Ucrania llora un gol que le tenía que haber sido concedido, y que no fue visto por un árbitro ubicado escasos metros junto a la portería, el debate entra, aparentemente, en su última etapa. El futbol tendrá que seguir a deportes como el tenis, las carreras o el futbol americano: la tecnología se ha convertido en petición casi unánime. Mucha controversia, aunque ni por mucho la primera en esta dilatada historia.
En 1581 ya se hablaba de la necesidad de contar con un árbitro en el por entonces caótico futbol de 500 contra 500 jugadores. El final de la Edad Media y un mayor sentido de cuestionamiento a la autoridad, pudo haber precipitado la urgencia de formalizar la presencia de un árbitro, pues la simple palabra de algún líder moral o social, disminuía en poder.
El sabio Richard Mulcaster decía por entonces en inglés antiguo (y lo más apegado posible, traducimos): “por ello me pronuncio, por alguien que pueda juzgar el partido, y que juzgue sobre los equipos, y con autoridad para comandar el lugar, y los inconvenientes que se suscitan yo sé que serán ligeramente reencaminados mientras no se interpongan en el juego, y mientras no propicien quejas, y mientras no participen cuando no sea su causa”.
Toda una declaración –claro, un tanto barroca y compleja- y precedente de esa profesión. Sin embargo, el futbol perteneció hasta casi finalizado el siglo 19 a clases acomodadas y era mal visto el requerir de un externo para dilucidar polémicas. La época victoriana obligaba a quien quisiera ser considerado caballero apegarse al fair-play y nunca deshonrarse ganando bajo malos hábitos. Toda discusión en la cancha era hablada frontalmente por los capitanes hasta hallar solución al conflicto, hasta que tal medida caducó y se buscaron figuras neutrales como apoyo ante contingencias.
Por un buen tiempo, el árbitro se mantuvo cómodamente sentado a un costado de la cancha, instantes en los que su honorabilidad nadie cuestionaba, en el que sus canas y antecedentes bastaban para confiar en su juicio; no interrumpía el cotejo, de hecho, podía pasarse tardes enteras simplemente contemplando: esperaba alguna inconformidad para opinar.
No obstante, algo de pronto dejó de funcionar en ese nuevo formato; ya no se le volteaba a ver, ya tenía que subir la voz, ya se alegaba o ignoraba su hasta hace poco sagrado criterio. Así, empezó a agitar pedazos de tela a fin de reclamar atención cuando una norma era violada (algunos relacionan esa etapa con los aún existentes pañuelos amarillos que se usan en la NFL). Por ello no tardó en dejar su confortable asiento e invadió resignado el terreno de juego, auténticamente cual intruso, como mal necesario.
Es imprescindible mencionar que el viacrucis de la autoridad futbolera también estaba siendo transitado por la autoridad policial: no era un problema del deporte, sino una crisis a mayor escala. Por entonces, hacia 1850, los oficiales británicos empezaron a ocupar silbatos, también en aras de mayor atención.
La medida del silbato brincó algo más tarde al futbol, ante la molestia de los más conservadores: ¿cómo puede ser que sea necesario pitar? ¿Son sordos los futbolistas como para no percatarse de que algo se ha marcado? ¿Por qué tratar a los sportsmen como ganado, por qué convertir al referee en pastor?
Desde entonces algunos cambios significativos.
Aparecieron los jueces de línea; décadas después, fueron rebautizados como árbitros asistentes; emergió un cuarto oficial en medio de las bancas; se empezó a probar con jueces adicionales junto a cada portería. Ante toda modificación, los males a la fecha son parecidos, aunque acentuados por las 20 cámaras presentes en una transmisión, por el ritmo cada vez más vertiginoso del partido y, naturalmente, porque nada queda del añejo ideal de reconocer cualquier violación propia al reglamento.
Aún así, lo más posible es que el mismo John Terry, defensor inglés que sacó acrobáticamente el remate ucraniano la semana pasada, no supiera si el balón entró. La polémica es muy vieja pero en otra época no existían las condiciones de tecnología que permitieran saber en cuestión de segundos lo que había sucedido. Hoy, ya no hay obstáculo para ponerlas en funcionamiento y zanjar el incómodo asunto.
Entendamos la magnitud de cada decisión: si el futbol fuera un país, sería entre la economía 13 y la 18 del mundo; su producto interno bruto superaría los 500 mil millones de dólares; 240 millones de personas lo juegan de manera afiliada, más muchísimos millones más que lo hacen informalmente… Con tanto en juego, la FIFA no puede aferrarse más a métodos de juicio probadamente insuficientes.
Los árbitros son los menos culpables; más bien, tienen algo de víctimas (a decir de Eduardo Galeano, “durante más de un siglo el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él”). Son los dirigentes quienes tienen que apoyarlos con nuevas herramientas, como lo es el chip en el balón para saber si ha rebasado la línea de meta. Todos los caminos alternos se han agotado para el organismo rector de este deporte. Joseph Blatter ya se ha dicho partidario de introducir la tecnología, pero hace falta convencer al International Board, de origen más conservador que una curia religiosa. Ellos sabrán hasta cuándo posponen lo inevitable.
@albertolati