De entre los cuatro candidatos a presidente de la República (el castellano no sólo permite sino exige el uso del género masculino cuando se habla o escribe en plural. Ni modo; quizás algún día la RAE escuche a García Márquez y se jubile la ortografía; mientras tanto, seguirá esta desigualdad lingüística. Por cierto, no todo está perdido, nótese que ya se acepta el vocablo “presidenta”, aunque es una aberración pues no decimos “cantanta”, “estudianta” ni “aspiranta”); en fin, decía que, de entre los presidenciables, sólo tres tienen posibilidades reales de lograr el triunfo, aunque dicen que sólo uno tiene más reales que posibilidades.
Aunque los cuatro coinciden en que hay que darle más recursos a la ciencia, sólo uno de ellos propone una vía coherente y articulada respecto de cómo aprovechar la ciencia, la tecnología y la innovación para el bien de México.
Durante décadas, el sector científico y tecnológico ha permanecido casi en el anonimato de la vida pública nacional. Allá por los años 40 del siglo pasado, Lázaro Cárdenas instó a los académicos y científicos de entonces a sentar las bases de una especie de consejo científico. Años después, en 1959, nació la Academia Mexicana de Ciencias (AMC). En los años 70, Luis Echeverría instauró el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). En los 90 nació el Consejo Consultivo de Ciencias (CCC) y ya en este nuevo milenio, en 2002, se creó el Foro Consultivo Científico y Tecnológico AC.
Ciertamente, todas esas instancias fueron decisiones de excelencia; sin embargo, el sistema científico y tecnológico nacional ha padecido de una especie de “artritis crónica” que lo ha llevado a la inoperancia, cuando no a la incongruencia o de plano a la obsolescencia. Durante ese lapso, las relaciones entre el poder político y la ciencia han tenido vaivenes y altibajos de lo más variopinto.
Los científicos mexicanos se han visto en más de una ocasión obligados a distraerse de su quehacer cotidiano para hacerse cargo de decisiones que los políticos deberían tomar; en especial, entender que en el mundo actual no es posible el desarrollo, no sólo económico, sino incluso social y cultural de un país, si éste intenta avanzar alejado de la ciencia, la tecnología y la innovación.
Otras naciones, que hace unos 30 años se hallaban en desventaja con respecto de la nuestra, como Corea, España, Brasil, Singapur o Sudáfrica, por citar una de cada continente, comprendieron –independientemente de los tipos de gobierno que se han dado cada cual a lo largo del tiempo- que si no colocaban a la ciencia al frente de la sociedad y la innovación al frente de la economía, no habría modo de salir del atolladero.
Hoy, a 10 años de fundación del FCCyT y 30 del fortalecimiento de un proceso de globalización, apenas hay tímidas referencias desde la clase política mexicana sobre la importancia que el conocimiento científico y tecnológico tiene como motor del desarrollo y de la generación de mejores condiciones de vida para todos. Hoy, por tanto, es pertinente preguntar: ¿qué pasaría si la ciencia votara?
En este ejercicio de imaginación, considero cuatro –igual que el número de candidatos- aspectos de urgente y necesaria atención si es que se busca mayor apoyo en la ciencia para construir un mejor país y un futuro más pleno:
Primero, el sistema científico nacional de poco servirá sin la adecuada gobernanza que dinamice y articule de modo armónico y productivo a todos los sectores implicados, como son la academia, la empresa, la sociedad y el gobierno.
Segundo, no basta sólo con entender que la ciencia y la innovación son el motor y el timón del desarrollo, también es justo identificar en qué rubros vamos a competir; ¿Cuáles son esas áreas estratégicas en las que México tiene mayores ventajas en el mercado global?
Tercero, que sin una adecuada inversión, lo mismo pública que privada, las ideas, grandes o pequeñas, se disipan y no alcanzan a convertirse –como diría el entrañable científico Alfonso Pérez-Grovas- en todo lo poderoso que hay en ellas. Es inadmisible que nunca hayamos destinado a la ciencia 1% del Producto Interno Bruto (PIB) como inversión mínima, tal como la ley lo establece.
Cuarto, de nada sirve la ciencia sin la correcta planeación de largo aliento. Hasta en los más simplones programas gerenciales se dedican algunas líneas a “visionar” hacia dónde se quiere ir. En el caso de México, como en el de cualquier nación, el objetivo fundamental es la generación de riqueza, para, después, poder distribuir las oportunidades de acceso e igualdad.
Hoy, todavía hay quienes creen que ciencia y ciudadanos nada tienen en común. Falta que nos digan –como hace décadas, respecto de la democracia- que no estamos todavía preparados. Si no es ahora ¿entonces cuándo?
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