En la sociología mexicana, la derrota es un trauma difícil de aceptar; una especie de muerte súbita cuyo dolor permanece por minutos o quizá horas. Morir en vida.
Quien pierde no observa el rostro del ganador. No hay cohabitación posible entre ambos. Quien pierde siente que a la derrota le acompaña la humillación.
Ernesto Zedillo utilizó la cadena nacional, la noche del 2 de julio de hace doce años, para anunciar la derrota de su partido en la contienda presidencial. Primer terremoto político-emocional mexicano, cuyo epicentro se localizó en el partido vencedor: los seguidores del Partido Acción Nacional representados por su candidato, Vicente Fox.
De la autopsia del mensaje del presidente Zedillo, se conservaron las reacciones que detonaron sus palabras más allá del anuncio. Unos lo criticaron por “defraudar” a los adherentes del PRI. Insólito que un priista reconociera la derrota de su partido. Para otros, la aceptación de la derrota lo convirtió en un presidente inmortal. Era el año 2000. En México, sociológicamente hablando, durante quinientos años no habían existido derrotas.
En aquellos años, una paradoja fue comentada presuntuosamente en diversos círculos sociales nacionales: las elecciones mexicanas habían sido mucho más aseadas que las de Estados Unidos, ocurridas también en el 2000. En efecto, la competencia entre el candidato demócrata, Al Gore, frente al republicano, George W. Bush, tuvo que sortear la crisis de Florida para determinar al ganador.
El problema comenzó cuando miles de boletas no fueron perforadas correctamente, lo que provocó que el conteo de los votos resultara sesgado. En un primer momento, Al Gore no reconoció su derrota. Solicitó un nuevo conteo manual. Entendible petición frente al grave fallo. No se realizó en su totalidad. Los republicanos así se lo pidieron a la Suprema Corte quien, conformada en su mayoría por conservadores, decidió cancelar el conteo. Al Gore no se inconformó y desistió de otras vías legales para impugnar la elección. Aceptó su derrota a través de un discurso emotivo en el que felicitó a Bush y, adicionalmente, se puso a su disposición en lo que le pudiera ayudar.
Todo indicaba que México había dejado atrás los conflictos de credibilidad. Lo ocurrido en el 2006 nos mostró lo contrario.
Merci!
Los primeros segundos después de las ocho de la noche del pasado 6 de mayo, la televisión se convirtió en una especie de imán para los ciudadanos franceses. La mitad de la población se encontraba frente a las pantallas, de televisión, computadoras o tablets. Un minuto después de las ocho, los franceses ya conocían el nombre del ganador de las elecciones presidenciales: 51.7% obtuvo el candidato ganador frente al 48.3% del candidato derrotado. Una diferencia sin escándalo pero al fin de cuentas se trataba de una pequeña brecha irreversible.
A unos cuantos kilómetros de la histórica Bastilla, el derrotado Nicolas Sarkozy (quien había gobernado durante los cuatro años anteriores) se presentó frente al micrófono para leer uno de los discursos más elegantes que elaboró durante su gobierno: “François Hollande será el presidente de Francia y debe ser respetado”. Los seguidores de Sarkozy silbaron. Sarkozy gesticuló pidiéndoles tranquilidad. No pudo. Recurrió a su cabeza para subirla y bajarla. Su lenguaje corporal también fue elegante. Tras conseguir el silencio deseado continuó: “No he conseguido convencer a la mayoría. Asumo toda la responsabilidad de la derrota”. Al concluir, un grito unánime lo acompañó hasta la puerta donde su figura desapareció: Merci!
En el preámbulo de la cordialidad, durante el único debate entre ambos candidatos, Sarkozy había calificado a Hollande de mentiroso y lo comparó con Rodríguez Zapatero, al desplegar una narrativa proyectiva con la que dejaba claro que Hollande, de ganar las elecciones, se encargaría de convertir a Francia en la España arruinada que dejó el socialista. A lo que Hollande contestó: “Usted critica a Zapatero pero ayer lo tomaba como ejemplo”. Las disputas entre ambos concluyeron de manera tersa la noche más triste para Nicolas Sarkozy.
Pero si de tersura se trata, la clase política uruguaya es quien mejor practica el fair play. La noche del 29 de noviembre de 2009, José Mujica (izquierda), quien había sido guerrillero en sus mocedades, le ganó a Luis Alberto Lacalle, el candidato del Partido Nacional (derecha).
Una vez que se dieron a conocer los resultados, Lacalle se presentó en el salón de un hotel para reconocer su derrota. En medio del desolado grupo de seguidores que se encontraba ahí reunido, Lacalle comentó que había recibido una llamada del entonces presidente Tabaré Vázquez (izquierda). “Más allá de las discrepancias que he tenido con Vázquez”, dijo, “él ha robustecido su calidad de presidente de todos los uruguayos, como lo será don José Mujica a partir del 1 de marzo, porque él será nuestro presidente y esto tenemos que razonarlo y aceptarlo”.
Al siguiente día, los seguidores de Lacalle ya habían olvidado la dolorosa derrota de su partido. Algo envidiable en el México de 2006. Todo indica que de la derrota, el mexicano no encuentra elementos de aprendizaje. Algo más, quien reconoce la derrota, al parecer, pierde dos veces: el motivo de la derrota misma y el honor.
Se habla de que el mexicano es alegre inclusive experimentando la derrota. Quien pierde acude a los analgésicos infalibles para disipar el dolor: el albur y el chiste, sin embargo, un día después le regresa el sentimiento de la derrota.
La retórica más democrática siempre la tienen los ganadores. Pero al ser derrotados, dejan de ser demócratas.
Números en contra
El candidato liberal nicaragüense, Fabio Gadea, desconoció los resultados de la elección presidencial el pasado mes de noviembre. La ventaja de Daniel Ortega marcaba una diferencia de 30 puntos porcentuales. La narrativa del perdedor establecía un escenario de fraude de proporciones inauditas. “No podemos aceptar los resultados presentados por el Consejo Supremo Electoral porque no reflejan la voluntad del pueblo”, concluyó Gadea al leer su discurso. Claro, la voluntad del pueblo se convierte en la mejor bandera de defensa, pero también en un grito de guerra.
El día de la elección, a la que estuvieron convocados 3.4 millones de nicaragüenses, estuvo marcada por denuncias por irregularidades, como la quema de urnas, y choques entre sandinistas y opositores. En Managua, los enfrentamientos dejaron varias heridos y detenidos. Ortega, al conocer su victoria, llamó a la “reconciliación nacional”. En efecto, su discurso retórico fue leído, al parecer, por un demócrata paradigmático.
La vida de Daniel Ortega siempre ha estado asociada con embrollos polémicos. Fue uno de los nueve comandantes de la revolución sandinista y, tras derrocar al dictador Anastasio Somoza, se convirtió en coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional y presidente de su país de 1985 a 1990. Se postuló nuevamente en 1996 y en 2001 pero perdió contra el liberal Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños, respectivamente. El Centro Carter intervino como observador en los comicios de 2001. La primera reacción de Ortega fue la de desconocer los resultados. Después de algunas conversaciones con gente del Centro Carter, finalmente aceptó su derrota.
En marzo de 1998 Zoilamérica, hija de Daniel Ortega, conmocionó a toda Nicaragua al declararse víctima de abusos sexuales por parte de su padre desde los 13 años de edad. Ortega lo negó y jurídicamente se escudó en la inmunidad parlamentaria. Hoy es presidente.
A quien también descontroló el poder presidencial fue al mandatario guatemalteco Álvaro Colom, del partido Unión Nacional de la Esperanza (socialdemócrata) cuando decidió divorciarse de su esposa (abril de 2011) con el único objetivo de que ella pudiera sucederlo en el poder. Escenario que no se cumplió porque los jueces consideraron una burla.
Derrotado por Colom, el 6 de noviembre de 2007, el general retirado Otto Pérez Molina (actual presidente y miembro del Partido Patriota, derecha) reconoció que no tuvo el número de votos suficiente para alcanzar la victoria. Los números, como dicen los políticos mexicanos, no le favorecieron.
Al último el primero
Los conflictos que surgen entre los candidatos durante la campaña, por muy ríspidos que sean, concluyen el día de la elección. Un ejemplo reciente lo protagonizaron Mariano Rajoy, candidato del Partido Popular (PP) y Alfredo Pérez Rubalcaba, del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Ambos sostuvieron una de las campañas más agresivas en la corta historia de la democracia española.
Durante uno de los debates que sostuvieron, Rajoy se cansó de tachar de mentiroso a Rubalcaba: “Usted miente y lo que usted está dando a conocer es una insidia y la verdad no me extraña porque siempre ha actuado de esa manera, no me esperaba que usted fuera tan burdo; usted es un mentiroso”.
La noche del 20 de noviembre del año pasado, Rubalcaba reconocía su derrota: “El partido socialista ha perdido claramente las elecciones; los ciudadanos han decidido que los socialistas pasemos a la oposición”. En ocasiones molesto por las interrupciones que sus seguidores hacían a través de los aplausos, Rubalcaba les pidió que lo dejaran concluir. “Felicito al Partido Popular por esta victoria, he hablado con Mariano Rajoy para desearle suerte en la importante suerte en la responsabilidad que va a asumir”.
Los mexicanos tenemos una cita el día de hoy en las urnas.
Uno de los eventos atractivos de la jornada ocurrirá por la noche. Una vez que el IFE de a conocer el primer resultado preliminar. En ese momento, los candidatos se pararán frente al micrófono. Un ganador y tres derrotados. El primero será el último en hablar, como manda la diplomacia no escrita. Los derrotados, a través de sus respectivos discursos, nos mostrarán su verdadero compromiso por el país. Ser o no ser. Reconocer o no reconocer.
“Sí, reconozco mi derrota y la de mi partido”, una frase realista convertida en utópica.