Titulada sencillamente Hopper, el Museo Thyssen Bornemisza presenta una magna exposición sobre Edward Hooper. La retrospectiva más grande que se ha hecho sobre el artista estadunidense, consta de 73 obras, entre dibujos, bocetos, grabados, acuarelas y 40 óleos (pintó tan sólo 100). La curaduría de lo que puede ser la exposición más relevante del verano europeo ha quedado a cargo de Tomás Llorens, quien ha sido el responsable de organizar y resguardar decenas de cuadros hopperianos que han cruzado el Atlántico para exhibirse en Madrid desde el pasado 12 de junio y hasta el 16 de septiembre próximo.
Aun cuando es la exhibición más completa del autor estadunidense en cualquier lugar del mundo, hay ausencias notables, como Nighthawks (que permanece en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Chicago), la pieza más conocida de la obra hopperiana y quizá uno de los mejores retratos de la soledad del hombre contemporáneo.
Como compensación a las ausencias, el Thyssen ha montado una instalación donde se recrea en vivo el cuadro de Morning sun, que incluye un set completo para remitir y concientizar al espectador de la importancia de las texturas, la perspectiva y la luz en una obra donde el carácter central de la nostalgia radica en el sofisticado juego de cómo los objetos y las personas se iluminan de formas propicias para remitir a sentimientos melancólicos y casi desoladores.
Conscientes de la línea que abrió la obra de Hopper para la literatura, la fotografía y en particular el cine del siglo XX, durante el verano diversas salas de cine en Madrid proyectarán algunas películas que muestran la relación entre su obra y el cine, como son Psicosis de Alfred Hitchcock, El amigo americano de Wim Wenders o Terciopelo azul de David Lynch.
El público del Museo Thyssen tendrá la oportunidad de apreciar las figuras desoladas del pintor estadunidense: personajes y edificios que conforman el paisaje de Manhattan donde habitó; escenas que remiten al instante previo o posterior a un episodio sentimental que marcará la vida de sus personajes. Escenas que, como los grandes relatos de la literatura, sugieren e insinúan mucho más de lo que se observa con una primera mirada.
La nostalgia iluminada
Reconocido como el pintor de la soledad norteamericana, la obra de Edward Hopper (Nyack, 1882 – Nueva York, 1967) tiene como característica fundamental una cierta inclinación de la luz que cae sobre los elementos de sus cuadros de manera intencionadamente artificial; un tipo de iluminación que sería el punto de partida para recrear escenas de un drama que se dio en llamar la Soledad Americana: imágenes de la vida cotidiana estadunidense durante la Gran Depresión.
La pintura de Hopper no muestra la tragedia social al modo del «realismo socialista»; por el contrario, el pintor aborda el lado íntimo de lugares y personas, que son como pequeños naufragios de los deseos contenidos o que están a punto de expresarse: una mujer sola en una habitación de hotel, un hombre que bebe café en un bar nocturno, un matrimonio encerrado en un salón, un oficinista que mira pasar las horas a través de la ventana de su despacho, el joven que despacha gasolina en una carretera situada en mitad de la nada.
Inmerso en la complejidad de las relaciones interpersonales y del Nueva York de la Gran Depresión, Hopper confesaba a su íntima amiga Katharine Kuh (presencia clave para hacer de Chicago un epicentro del arte moderno, que recordaría su relación con Hopper en su autobiografía Mi historia de amor con el arte moderno, publicada por el Fondo de Cultura Económica) que, lejos de pretender pintar el paisaje americano, se había dedicado a “tratar de pintarme a mí mismo”.
En una época en que el arte se conducía por metamorfosis continuas a través de las ópticas de las vanguardias, Hopper se mantuvo inamovible en un estilo pictórico que privilegiaba el realismo. Con poco más de 30 años, vendió sus primeros cuadros. Pasaría más de una década para que pudiera vender su siguiente pieza y sobrevivió otros 30 años como ilustrador de revistas y carteles. Fue hasta después de su muerte que la crítica reconoció en él a uno de los grandes maestros de la pintura del siglo XX.
Sus biógrafos le describen como un hombre alto, desgarbado, parco en expresión y taciturno. Se casó con Josephine Nivison, a quien llamaba cariñosamente Jo, que fue su modelo en la mayor parte de sus obras, además de su biógrafa, administradora y la encargada de llevar un riguroso registro de su obra. Desde 1910, cuando volvió de su tercer y último viaje a Europa, vivió en el Washington Square de Nueva York, en una casa que sólo abandonaba en vacaciones para descansar en Cape Cod, Nueva Inglaterra, en un edificio blanco con tejado de pizarra que aparece en muchas de sus obras.