En las dos primeras apareció la persuasión repartida entre la ciudadanía y la diplomacia. La fase 3 será la última y la historia final ya la conocemos (la caída del dictador Bachar Al Asar, presidente sirio)  aunque el capítulo anterior (el actual) ha puesto en vilo al mundo después de que ayer el Ejército Sirio Libre, conformado por desertores al régimen, penetrara en el bunker mejor blindado de Damasco, la sede de la Seguridad Nacional para matar al ministro de Defensa, al vice ministro y a un asesor de Bachar Al Asad.

 

En efecto, las dos primeras fases fueron persuasorias. La primera, exógena al régimen en su primera etapa, inició en Túnez el 17 de diciembre de 2010 cuando el ciudadano Mohamed Bouazizi fue vencido por su propia desesperación al verse impedido por la policía de realizar venta ambulatoria; 18 días después moriría a causa de las quemaduras que él mismo se provocó. Uno a uno fueron cayendo dictadores; del tunecino Ben Ali al egipcio Mubarak, que medio muerto y medio vivo se encuentra purgando su negra historia detrás de las rejas.

 

La joven demografía siria, en la que el 40% de la población tiene menos de 15 años, representó al nodo de la enorme red llamada Primavera Árabe. Desde la oposición, y observando lo que sucedía con sus vecinos, el grupo islamista de los Hermanos Musulmanes vio la posibilidad de cobrar factura al peso opresor del partido Baaz, histórico eje de la familia Asad que gobierna desde 1970. Adicionalmente, un grupo de desertores del régimen, como por ejemplo, el general Manaf Tlass, fortificaron la estrategia de operación militar en contra de Al Asad. La primera fase concluía pasando de las acciones exógenas a las estrategias endógenas.

 

La segunda fase corrió de manera paralela bajo la batuta de Hilary Clinton. No fue el enviado especial de la ONU Kofi Annan y los Amigos de Siria los que diseñaron la ruta crítica persuasoria. Hillary Clinton entró en escena la noche que “gritó” al mundo que los días de Al Asad estaban contados.

 

Calificado por Robert Fisk como “mesurado e implacablemente inflexible”, el presidente sirio, Bachar Al Asad confió en que su política de palo y zanahoria sería suficiente para concluir con el alboroto que se produjo durante la fase uno. El regreso de Putin a la cabeza de Rusia y la convergencia de intereses con Hu Jintao (China) le permitía realizar sus acostumbradas siestas. Algo más, en sus tiempos libres iba a la mesa de su despacho y encendía con parsimonia su computadora. A través de internet con servidores fuera de Siria, lograba ingresar a elegantes tiendas londinenses para comprar objetos caseros como muebles, alfombras y candelabros estilo otomano para él y su esposa. Mientras tanto a 140 kilómetros al norte de Damasco, cincuenta muertos por día, en promedio, se convirtieron en la atmósfera habitual de un país sumergido en una guerra semi teocrática entre alauíes y sunitas, pero sobre todo, política.

 

Con los medios de comunicación controlados por el sátrapa, Al Asad enviaba bonitas postales de su esposa Asma Al-Asad practicando deporte y rodeada de niños; pecando de soberbia, Bachar Al Asad nunca pensó que el Ejército Sirio Libre se alimentaría de armamento proveniente de Turquía y Catar bajo la supervisión estadunidense. El derribo de un avión militar turco por el ejército sirio confirmó que la tercera fase estaba por iniciar. En Damasco, y a las puertas de uno de los edificios más protegidos por parte del régimen, perdería la vida la cabeza máxima de los militares. Las externalidades del mismo se convierten el más duro golpe motivacional que haya recibido Al Asad durante el último año. La vulnerabilidad del régimen es mucho más estratégica y eficiente que el plan Annan y sus amigos de Siria. La duda es el costo humano que provocará haber arrinconado a la fiera.

 

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