El SIDA ha implicado una auténtica guerra entre la investigación científica y un microorganismo altamente mutante. Aunque este síndrome está presente desde hace muchos años entre nosotros (hoy se sabe que la transmisión al género humano ocurrió en África), no fue sino hasta el momento en que “saltó” al primer mundo que cobró notoriedad, al inicio de los años 80 del siglo pasado.
La investigación científica logró aislar en 1983 el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), y determinó que es el agente que causa el SIDA, responsable del deterioro de la salud y de la muerte de decenas, cientos y luego miles y millones de personas en el mundo. El VIH es en realidad un retrovirus.
Una década antes, en 1973, científicos estadounidenses habían detectado cierta clase de virus que actuaban de manera inversa en el momento de introducir su código genético en las células que podían infectar. El VIH se vale de una enzima, la retrotranscriptasa, una sustancia en su superficie que le permite adherirse a los linfocitos CD4, encargados en el sistema inmunológico humano precisamente de detectar agentes patógenos y combatirlos para no enfermar.
En la historia documentada del VIH-SIDA se habla de grandes tres etapas: la primera, de absoluta oscuridad, en la cual la humanidad y su ciencia observaban perplejas cómo fallecían inexorablemente personas, sin distingos de raza, credo, clase, prácticas o preferencias, víctimas de enfermedades fácilmente desactivadas por el sistema inmunológico humano.
La segunda etapa y la tercera etapas, una vez que se detectó al agente causal del SIDA, se distinguen por el diseño de estrategias y terapias orientadas por la búsqueda de medios y medicamentos capaces de atacar o, cuando menos inhibir, la virulencia del VIH. De este modo, mientras el SIDA cobraba vidas y diversos voceros en todo el mundo mostraban su pesimismo respecto de que pasarían décadas antes de hallar un remedio contra ese mal, en 1986 sobrevino la esperanza del AZT o lidovudina, un medicamento antirretroviral (ARV) cuyos efectos hicieron recuperar las defensas de los pacientes de SIDA.
Se pensó entonces en impedir la replicación del retrovirus hasta completar su ciclo reproductivo y, prácticamente, erradicarlo del organismo humano, pero no fue así. Muy poco tiempo después de las sorprendentes mejorías, las enfermedades oportunistas reaparecieron. A pesar de su pobreza genética y su rudimentario mecanismo de replicación, el VIH era capaz de mutar y resistir los embates de fármacos como el AZT.
Los científicos plantearon que quizá las deficiencias genéticas del VIH podrían ser la clave de su escurridiza supervivencia, de modo que, mientras los médicos instaban a sus pacientes a probar un esquema de tratamiento y luego otro (apenas el tiempo suficiente para que el VIH desarrollara resistencias), los investigadores buscaban nuevos inhibidores que, si bien no eliminaran el virus, lo mantuvieran a raya por periodos prolongados.
De esta época, ya a finales del siglo pasado, surgió una generación de inhibidores dirigidos a otras enzimas que el VIH utiliza para replicarse, como la proteasa. El retrovirus del SIDA mostró una vez más que era un auténtico maestro del disfraz y la mutación; desarrolló resistencias también contra esta línea de medicamentos.
El VIH resistía, luego de cierto tiempo, la acción tanto de los inhibidores de transcriptasa reversa como los de proteasa, se planteó entonces otra estrategia: ¿Podría el VIH resistir la acción conjunta de varios ARV? Esa fue la apuesta de la ciencia al iniciar el tercer milenio de la era común.
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