De pronto, el aletazo de la victoria nos arrastra por el valle, la montaña, la sierra, la selva y la playa. Todo el país se cimbra y se conmueve. Una marea dichosa, con rostro de bandera, nos convoca y nos aturde. La alegría, el placer de sentirse cumplido, colmado, satisfecho, responsable.
Un repentino furor de explicable felicidad envuelve el aire y detiene hasta las gotas de la lluvia y conjura el coletazo de los huracanes y las tormentas, mientras algunos sueltan los goterones del llanto feliz, incontrolado De pronto, el aletazo de la victoria nos arrastra por el valle, la montaña, la sierra, la selva y la playa. Todo el país se cimbra y se conmueve. Una marea dichosa, con rostro de bandera, nos convoca y nos aturde. La alegría, el placer de sentirse cumplido, colmado, satisfecho, responsable.
Un repentino furor de explicable felicidad envuelve el aire y detiene hasta las gotas de la lluvia y conjura el coletazo de los huracanes y las tormentas, mientras algunos sueltan los goterones del llanto feliz, incontrolado. Los mexicanos (gracias a Oribe Peralta) “cepillaron” a Brasil y se colgaron las medallas de oro. Pusieron a los amarillos contra el muro y, salvo quince o veinte minutos, los hicieron ver como si fueran principiantes cuya estrella, Neimar, termina sin camiseta, desnudo en el césped de la derrota, con el amargo peso de la tristeza sobre su malograda (y ayer inmerecida) fama. Irrepetible el sabor de la victoria. Nada es como ella, nada la mejora, ni la iguala ni mucho menos la supera.
No hay droga, ni licor, ni ambrosía, ni aroma como el suyo. No hay como el estadio, pleno, con el himno a toda bocina y los corazones a saltos en el pecho. Pero ¿tendrá este momento algún significado posterior más allá del deporte olímpico ¿Trascenderá el fasto de este triunfo al resto de las cosas mexicanas?
No lo creo. Escribió Albert Camus: “… porque después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé –a la larga–, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol…” Y como la ocasión lo amerita, rasquemos en la biblioteca algo de la escasa poesía en honor de redes (hamacas en espera del sueño pelotero) y balones; las limitada pradera y la escandalera del gol o el pelotazo al palo. Dijo Miguel Hernández: “Goles para enredar en sí, derrotas, ¿No la mundial moscarda? Que zumba por la punta de las botas Ante su red aguarda La portería aún, araña parda”.
Pero ya dejemos en paz la guerra en calzoncillos y vayamos a las otras, a las descarnadas evidencias de cómo nada se resolvió en un sexenio de relativa militarización de la fallida seguridad pública. “Morelia, Mich., 10 de agosto.- (La Jornada) Balaceras, granadazos, vehículos incendiados, carreteras bloqueadas, cierre de comercios, cancelación del servicio de autobuses foráneos e información extraoficial sobre la cantidad de muertos y heridos contrastante con el reporte de las autoridades fue el saldo de una nueva jornada de violencia en la región de Tierra Caliente michoacana”.
¿Significa la batalla de Apatzingán algo más allá de las evidencias incendiarias de autobuses volcados y carreteras cegadas? Por lo pronto, prueba la persistencia y hasta el aumento de una violencia por la cual se recurrió, en el inicio del agónico gobierno actual, a la utilización excepcional de las fuerzas armadas en un ensayo hoy visiblemente fallido. Atropellado el espíritu constitucional por el ya dicho recurso (lo dijo el ministro Cossío) el país se enfrenta a un fenómeno insólito: a mayor exposición del Ejército en actividades impropias –o al menos distintas– de sus fundamentos institucionales, mayores y más nuevos y aun impensados, han sido sus riesgos y desgaste. Y entre todas las contradicciones, no se ha logrado redefinir –tanto para su presencia como para su alejamiento del ámbito civil–, la diferencia entre seguridad pública, seguridad interior y seguridad nacional.
¿Dónde quedo la bolita? Y como indeseado suplemento, en los mismos días del señalamiento sobre la deficiencia constitucional de sus acciones, la captura de los cuatro generales, con la inexplicable circunstancia del bien afamado Tomás Ángeles –mentor y administrador; segundo en el mando –, ofrece argumentos para anular la supuesta incorruptibilidad de las Fuerzas Armadas en contraste con la generalizada podredumbre policiaca, por cuya ubicuidad fue necesario recurrir al verde olivo. Solamente mermas ha sufrido el Ejército en esta guerra. “Lo que le estamos haciendo a los soldados, es un crimen”, me dijo un divisionario cuyo nombre me reservo.
Por su incursión en terrenos impropios –el roce con la delincuencia organizada, la batalla frontal en el día a día contra el narco, la presencia sin mayor estrategia en una guerra bajo los esquemas de seguridad del gobierno de Estados Unidos, la fatiga de pelear contra fantasmas y otros supuestos más–, el Ejército termina este sexenio con muchas bajas y aun el riesgo de ser señalado como perdidoso en la batalla. Por lo pronto, ha visto lastimadas algunas de sus fortalezas tradicionales. El último rincón de su exclusividad, su capacidad autogestora aún en las áreas de justicia, el fuero de Guerra, ha sido limitado gracias a la incesante presión de los activistas y la fortaleza propagandística de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la cual –se debe insistir–, es una agencia más del Departamento de Estado, adherida formalmente a la Organización de los Estados Americanos, alguna vez llamada Ministerio de Colonias de los Estados Unidos.
Divisionarios en prisión, soldados plenos de fatiga, cuestionamientos sobre la legalidad constitucional y, para completar el cuadro, la batalla de Apatzingán en la cual ellos no participan pero cuya presencia sexenal no inhibe. Es tiempo de preguntarse no sólo si ha habido rendimientos para la sociedad. Es tiempo también de pensar en el daño causado a una institución cuya “sana distancia” era parte de su solidez. Dejemos las primeras preguntas para luego. Centremos el foco en la cuestión castrense. ¿Debemos seguir exponiendo así (así quiere decir sin estrategia definida y sin resultados visibles) al Ejército? Esa será labor para Enrique Peña cuyo gobierno, a partir del primero de diciembre, tendrá frente a sí un enorme desafío en esta materia.
Y no será marginal. Con pataletas, berrinches o imaginarias pruebas ante un tribunal profesional y poco impresionable por la alharaca callejera y mediática, Peña será comandante supremo de las fuerzas armadas. Tendrá mando incuestionable sobre más de 300 mil hombres bajo banderas. Y eso no es poco, pero tampoco es suficiente. Por eso se ha anunciado la creación de una nueva fuerza. Peña ha esbozado la creación de una nueva fuerza policiaca y sobre sus usos en la política interior, no nada más en cuanto al combate a la delincuencia, bien valdría recordar aquel célebre diálogo infernal entre Montesquieu y Maquiavelo con cuya fecunda imaginación Maurice Joly nos ha generado tantas reflexiones sobre el presente y el porvenir:
“…Sí, porque convertiré a la policía en una institución tan vasta que en el corazón de mi reino, la mitad de los hombres vigilará a la otra mitad. “…Comenzaré por crear un ministerio de policía, que será el más importante de mis ministerios y que centralizará, tanto en lo exterior como en lo interno, los múltiples servicios de que dotaré a esta parte de mi administración”.
Hace años los conocimos con el mote de “peseteros”. Fotógrafos sin periódico, cuyo único destino era vender, por veinte o veinticinco pesos, las fotografías de quien estuviera cerca de los políticos del momento. Eran hábiles. Trabajaban en cardumen y como pirañas se acercaban a los funcionarios y el más avezado pedía dinero en nombre de los demás. ¿Cuántos son ustedes?, preguntaban los viejos jefes de prensa al estilo de Amado o don Pancho. Y ellos daban una lista en la cual la mitad de los incluidos o no existía o ni siquiera había ido a la campaña y su larga diversidad de mítines y actos; a la asamblea del “Partido” (como la madre, sólo había uno), al desayuno de la Unidad Revolucionaria; al Informe Presidencial o al besamanos en el Palacio Nacional.
Tiempos idos, aquellos, cuando tras el informe (ya no hay informe) una larga fila se formaba en el Palacio Nacional para ir a saludar a un presidente cuya diestra encallecida y su sonrisa fingida eran meta y finalidad de la “cola” interminable. Y todos tenían su foto con el candidato, con el presidente o la actriz de moda, casi siempre presente en esa danza. Esa era la utilidad social del “pesetero”. Algunos colocaban la fotografía de alto impacto en el parabrisas del auto para prevenir a cualquier policía de tránsito sobre la importancia del auto estacionado donde al dueño le viniera en gana.
Hoy ya no existen ni los “peseteros”. Cada quien carga su cámara en el celular y las fotografías con candidatos o personajes son cosa de todos los días. Todos somos nuestro paparazzo. Hoy ya no sirven esas imágenes como preventivo contra policías de tránsito o “ gruyeros abusivos. Hoy sirven para escribir editoriales en los periódicos opositores al PRI. Un recurso muy barato. Cosa de “peseteros”.