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Rio de Janeiro. Había mucho movimiento en la favela Mandela una noche reciente. A la luz de un farol, los clientes elegían de entre varios paquetitos de cocaína en polvo y marihuana que costaban 5, 10 y 25 dólares. Adolescentes con armas semiautomáticas recibían el dinero mientras coqueteaban con muchachas que lucían ropa provocativa, con el ombligo al aire.
Cerca de allí, varios niños saltaban en un trampolín, ajenos a las armas y la venta de drogas que son parte de su vida cotidiana en cientos de favelas de esta ciudad de 12 millones de habitantes. La oferta de los traficantes, sin embargo, no incluía el crack, la droga más adictiva y destructiva.
Cuando apareció el crack hace unos seis años, Mandela y las favelas vecinas pasaron a ser el principal mercado al aire libre de drogas de Río, “cracolandia”, donde los usuarios podían comprar la piedra, fumarla y pasar el tiempo hasta reincidir. Multitudes de adictos vivían en casuchas de cartón con mantas inmundas y conseguían como podían dinero para comprar la droga.
Ahora no había crack en la mesa de madera donde los traficantes ofrecen sus productos y tampoco hay adictos en las calles. El cambio no obedece a una campaña de la policía o de salud pública. Los propios traficantes dejaron de vender la droga en Mandela y la vecina Jacarezinho. Y dicen que dejarán de venderla en otros sitios en los próximos dos años.
Los jefes de las bandas de traficantes, generalmente nacidos y criados en las favelas que ahora controlan, dice que el crack desestabiliza sus comunidades y les resulta más difícil controlar las zonas abandonadas por el gobierno. Las autoridades, por su parte, se atribuyen el mérito y sostienen que los traficantes simplemente están tratando de convencer a la policía de que abandone su ofensiva para retomar el control de las favelas.
Los traficantes sacuden la cabeza e insisten en que fueron ellos los que decidieron suspender la venta de crack, como se denomina a una forma cristalizada de la cocaína altamente adictiva.
“El crack ha traído muchas desgracias a Río. Hay que parar su venta”, comentó el número dos en la jerarquía de mandos de los traficantes que controlan Mandela, un hombre regordete que lucía una camiseta Lacoste, collares y pulseras de oro y que tenía 100 mil dólares en efectivo en su mochila. A los 37 años es un veterano del Comando Vermelho (Comando Rojo), la banda más establecida de Río. Es buscado por la policía, por lo que no quiso ser identificado por su nombre.
Habló de la decisión de suspender la venta de crack mientras veía cómo ingresaba el dinero, que era acomodado en pilas sostenidas por bandas elásticas. Mantenía una mano en su revólver y la otra en una radio mediante la cual se le informaba de las ventas en otros sectores y se le alertaba de la presencia de la policía.
Se agitó al plantearse el tema del crack y subió el tono de su voz. Dijo que el crack generaba mucho dinero, pero que tiene muchas razones para detestar la droga. Todo aquel que entra en contacto con esa droga termina odiándola, sostuvo.
Un hermano suyo que estudió, se fue de la favela y entró en la fuerza aérea, sucumbió al crack. Abandonó a su familia y dejó su trabajo. Ahora merodea por la favela con otros adictos.
“Veo esta miseria”, expresó. “Soy un ser humano también yo, un líder de la zona. Quiero poder decir que ayudé a frenar esto”.
Para que la iniciativa tenga éxito, se necesita la colaboración de las otras dos bandas grandes de la ciudad: los Amigos dos Amigos (Amigos de los Amigos) y el Terceiro Comando (Tercer Comando).
Ello implica renunciar a ganancias considerables. Según un estimado de la Comisión de Seguridad de la cámara baja y de la policía, los brasileños consumen entre 800 y 1200 kilos de crack por día, valuados en 10 millones de dólares.
Las otras bandas, no obstante, están siguiendo los pasos de Comando Vermelho, según la abogada Flavia Froes, que representa a algunos de los traficantes más conocidos de Río.
“Todos están acatando la iniciativa”, afirmó Froes. “Se dan cuenta de que esta experiencia con el crack no fue buena, por más que resulte lucrativa. Los costos sociales son muy altos. Esta no es una droga para los ricos, está golpeando sus propias comunidades”.
Cuando camina por las favelas, recorriendo calles llenas de pozos con tacos de 15 centímetros (seis pulgadas) y jeans con imitaciones de piedras preciosas, individuos con armas en las dos manos se muestran respetuosos y le dicen “doutora” (doctora) o “senhora” (señora) porque es una mujer con estudios.
“Mientras les quede algo, lo venderán. Pero no volverán a comprar”, expresó la mujer. “Podemos decir con total certeza que la era del crack llegó a su fin en Río de Janeiro”.
Incluso quienes no creen que los traficantes hayan desarrollado súbitamente una conciencia social dicen que la idea de que las principales bandas se pongan de acuerdo para suspender la venta de crack no es descabellada. Después de todo, un pacto similar evitó por años la llegada de las drogas a Río.
El crack llegó primero a Sao Paulo, la capital económica de Brasil, en la década de 1990. A principios del 2000 se esparció por todo Brasil. Un estudio reciente dice que se vendió en el 98% de las municipalidades brasileñas, sin que las autoridades pudiesen impedir su propagación.
En Río, no obstante, un acuerdo entre las bandas hizo que resultase inusual encontrar crack hasta hace pocos años, de acuerdo con el ex jefe de la policía local Mario Sergio Duarte.
“Río fue siempre una ciudad de cocaína y marihuana”, sostuvo. “Si los traficantes decidieron volver a esas drogas, no es porque tengan de repente conciencia social, o porque quieren ser caritativos y ayudar a los adictos. Es porque el crack les trae demasiados problemas”.
Duarte cree que los traficantes recurrieron al crack cuando se frenó un poco la venta de otras drogas en la ciudad.
La policía comenzó a retomar el control de favelas que eran dominadas por los traficantes para reforzar su candidatura a ser sede de la Copa Mundial de fútbol del 2014 y de los Juegos Olímpicos del 2016. La campaña afectó el tráfico de drogas y las ganancias disminuyeron, según Duarte. El crack asomó como una solución e inundó el mercado.
“El crack genera muchas ganancias. Es barato, pero se vende bien y genera adicciones rápidamente. Estaban tratando de recuperar las pérdidas”, dijo Duarte.
Pronto, las bandas sufrían las consecuencias.
A diferencia de los clientes que compran cocaína y marihuana y se van, los adictos al crack empezaron a merodear los sitios de venta, buscando dinero para comprar la droga. Quebraron el código social que mantiene la calma en las favelas, robando, mendigando, amenazando y prostituyéndose. Su presencia se tornó insoportable.
El capo de Mandela dijo que el crack incluso puso en duda la autoridad de los mafiosos.
“¿Cómo puedo decirle a alguien que no robe, si sé que le vendí la droga que lo hizo robar?”, preguntó.
Muchos dicen que sus propios familiares y amigos de la infancia se hicieron adictos.
“El mismo crack que yo le vendo a tu hijo se lo están vendiendo al mío. Hablé con uno de los primeros en vender crack en Río. Su hijo lo consume ahora. Todos dicen que hay que frenar esto”, declaró.
En Mandela los residentes tenían que pasar por encima de adictos al crack cuando iban o venían del trabajo y le decían a sus hijos que tuvieran cuidado cuando pasaban junto a esos “zombies”.
“Hubo robos en la favela, violencia, gente asesinada en el medio de la calle, gente que tenía relaciones sexuales o decía tonterías”, comentó Cléber, el dueño de un negocio de reparaciones de artículos electrónicos que vive en Mandela desde hace 16 años. No quiso dar su apellido porque vive en un barrio controlado por los traficantes y no quiere hacer olas.
“Ahora podemos salir a la calle de nuevo, hacer un asado afuera, beber con los amigos, sin que (los adictos) nos acosen”, expresó.
El investigador Ignacio Cano, del Centro de Análisis de la Violencia de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, dice que todavía se vende crack en algunos sitios selectos y que no se puede decir por ahora si la suspensión de la venta es algo temporal o definitivo.
Dijo que la venta de crack generó medidas excepcionales en parte porque los adictos eran una fuente de problemas sociales y sanitarios, que atrajeron la atención de las autoridades.
La epidemia de crack a nivel nacional llegó a un grado tal que el gobierno asignó fondos para combatirla, incluida una campaña de 253 millones de dólares lanzada por la presidenta Dilma Rousseff en mayo del 2010. En noviembre pasado se asignaron 2.000 millones de dólares para crear centros de tratamiento de adictos.
En mayo, 150 agentes de la policía federal ocuparon una favela de Río como parte de un programa piloto que busca combatir la venta de crack y ayudar a los adictos.
“Hay muchas razones por las que pueden haber decidido parar la venta” de crack, dijo Cano.
El estado de los adictos, mientras tanto, es desesperado y no todos reciben asistencia.
Una mujer de 28 años dice que no ve a sus tres hijos ni a sus padres desde que empezó a vivir en la calle hace tres años. Estaba mugrienta, llena de magullones que reflejan su dura vida. Le faltaban dientes y tenía el cabello teñido.
“No nací así. ¿Crees que mis padres quieren verme en este estado?”, preguntó. “No puedo volver a casa”.
Una adolescente con los ojos amarillentos dijo que no recuerda cuánto tiempo lleva en la calle ni qué edad tiene.
Sí recuerda su nombre — Natalia Gonzales — y el año de su nacimiento, 1997.
“No tengo a dónde ir”, afirmó entre lágrimas. Poco después entonó una canción religiosa.
“Dios, ven y sálvame, extiéndeme la mano”, decía la canción. “Sana mi corazón, hazme vivir de nuevo”.