Parecería que cuando uno está de vacaciones, el día más difícil para encontrar un buen restaurante abierto es el domingo. Para mi buena suerte, llegué a Berlín la noche del domingo y recién aterrizada, me dirigí a un pequeño restaurante ubicado en un barrio residencial. Sin duda, no hubiera sido mi primera opción, pero cené fabuloso. Durante el viaje me sorprendió que aquí, a todas horas, todos los días, la gente beba cerveza, tanto en locales cerrados, así como a plena calle. Sin duda, Berlín, es una ciudad que ofrece algo para todos los gustos y paladares. Es evidente que la ciudad se está trasformando, está en plena ebullición y en pleno resurgimiento gastronómico. Hoy puedo asegurar que en esta ciudad se come muy bien.

 

Hace algunos años que no visitaba Berlín y me impactó. La ciudad se ha transformado: hay construcciones de nuevos edificios por doquier, grandes obras públicas, más actividades lúdicas, más museos, más lugares para cenar. Es como si hubiera despertado después de estar olvidada, dormida. Recuerdo que hace tiempo un amigo me decía que en Berlín no había buenos lugares para comer, que la comida era insípida, sin mucha sazón. Que equivocado estaba, en este viaje comí como reina.

 

Parecería que cuando uno está de vacaciones, el día más difícil para encontrar un buen restaurante abierto es el domingo. Para mi buena suerte, llegué la noche del domingo y recién aterrizada, me dirigí a un pequeño restaurante ubicado en un barrio residencial, en Kollwitzplatz, de nombre Gugelhof. Sin duda, no hubiera sido mi primera opción, pero cené fabuloso. Los platillos, inspirados en la comida alsaciana, eran honestos, con grandes porciones y precios muy accesibles. A pesar del frío me senté en su agradable terraza y me envolví en las calientitas frazadas rojas que ofrecían a sus clientes. Mientras cenaba vi pasar a vecinos con las compras del día, paseando a sus perros o tomando una cerveza con amigos. Durante mi viaje seguiría sorprendiéndome que aquí, a todas horas, todos los días, la gente bebía cerveza, tanto en locales cerrados, así como a plena calle. La cena fue relajada y agradable, y la perfecta manera de iniciar mi inmersión en la vida de esta ciudad. De plato fuerte, pedí el especial del día, un jabalí en salsa de ciruela con polenta. La salsa estaba deliciosa, nada dulce, se sentía espesa, probablemente preparada con un consomé del mismo animal, la carne suave y con un sabor intenso, potente. La combinación de la salsa, con la carne y polenta cremosa lo hacían un plato sustancioso, con mucho sabor.

 

Durante los siguientes días continuaría recorriendo distintos restaurantes, en donde cada vez, me intrigaría más y más el vino alemán. Cuando pienso en vino alemán, inmediatamente viene a mi mente el Riesling Blue Nun, si esa botella azul de vino barato, que en lo personal me recuerda a todo menos vino, y me parece en lo personal una combinación de agua, azúcar y alcohol. En esta visita a Berlín, probé vinos excepcionales de muchas cepas, incluyendo Sauvignon blancs, Silvaner, Rieslings, eso si, todos blancos, vinos que sin duda se han vuelto toda una especialidad del país.

 

En Tim Raue, almorcé un menú de  degustación de 6 tiempos. El chef, del mismo nombre, se inspira en la gastronomía asiática, incluyendo influencias japonesas, tailandesas y chinas. Muchas veces esta amplitud de inspiraciones podría ser confusa, sin embargo, aquí el eje rector eran las preparaciones que exaltaban los ingredientes locales, con toques de condimentos regionales. La comida fue acompañada con vinos alemanes en su mayoría. Los platillos más deliciosos fueron un salmón ahumado en casa con eneldo, servido como si fuera un sashimi corte grueso, y el pato Pekín, que incluía un pequeño rectángulo de pechuga de pato con un caldo espectacular del mismo animal. Las presentaciones eran simples, elegantes, pero más que la presentación, el sabor de los platillos era memorable.

 

Hablando de comidas memorables, en mi última visita había visitado el restaurante Facil, en donde había tenido una experiencia maravillosa. El restaurante, poseedor de una estrella Michelin, no me decepcionó tampoco esta vez. El lugar es minimalista, ubicado dentro de un gran cuadro de vidrio en el quinto piso del hotel Mandala. Entre tanto minimalismo, resaltan en sus mesas impecables, presentadas con manteles blancos, unos hermosos arreglos florales rosas. El menú del chef Michael Kempf, estaba dividido en dos degustaciones: la clásica y la innovadora. Pedí la innovadora y la comida estuvo excepcional, entre el platillo más memorable: un langostino cocinado a perfección en un aromático consomé herbal con un toque de anís. La presentación era hermosa, muy orgánica, cuidando cada detalle. Lo que no me encantó tanto en este restaurante fue la actitud del sommelier. Todavía hoy en día, parecería que en muchos lugares elegantes, el sommelier más que alguien que invita a los comensales a experimentar, es alguien que se siente por encima de todos, lo cual por lo que paga uno, ya no debería de ser.

 

Pero no todos los sommeliers son iguales. En el restaurante Weinbar Rutz, también con una estrella Michelin, su sommelier Billy Wagner, me ofreció una experiencia que sin duda fue la mejor de todo el viaje en cuestión de maridaje con comida y aprendizaje del vino alemán. Su pasión era evidente y también las ganas de hacer sentir confortable al huésped. La comida estuvo excepcional, pero los vinos aún más. En una tarde, probé más de 12 distintos vinos alemanes y una cerveza artesanal. El menú del chef Marco Müller, se dividía en inspiraciones, basadas en ingredientes locales con dos experiencias, una tradicional y otra más innovadora que permiten que el ingrediente brille por sí solo y nos muestre su verdadero sabor. Aquí había desde platillos vegetarianos, en donde la inspiración era un ejote o un betabel, a platillos más complejos en donde el ingrediente del día era el cachete de cerdo.

 

Y si de experiencias divertidas se trata, también en el restaurante Dos Palillos, ubicado dentro del hotel Casa Camper, inspirado en la marca de zapatos del mismo nombre, experimenté una verdadera explosión de sabor, divido en pequeños bocados con toques orientales servidos en una larga barra tipo sushi. La segunda sucursal de un restaurante Barcelonés, en donde el chef Albert Raurich fue pupilo de Ferrán Adriá. Aquí la experiencia es mucho más informal, pero con mucho sabor. Entre los platillos más divertidos fueron una hamburguesa de res servida en un panecillo coreano y el cerdo cocinado lentamente a las brasas.

 

Sin duda, Berlín, es una ciudad que ofrece algo para todos los gustos y paladares. Es evidente que la ciudad se está trasformando, está en plena ebullición y está en pleno resurgimiento gastronómico. Hoy con una mano en la cintura puedo asegurar que en esta ciudad se come muy bien.

 

Espero que tengas un maravilloso fin de semana y recuerda, ¡hay que buscar el sabor de la vida!

 

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