A un mes de iniciado el ciclo escolar 2012-2013, la señora Rodríguez sigue culpando a su esposo por el rechazo universitario del hijo, de 24 años. Dice que se trata de un padre “indiferente”. Pero éste alega que la cónyuge creó a un “fósil” doméstico, “por alcahueta” y porque “en su familia todos salieron buenos para nada: ninguno hizo carrera”.
En el hogar de los Pérez permea la sobreprotección hacia los hijos, el sacrificio económico y una dosis de vergüenza: “A ver cómo le hacemos, pero no le digas a nadie que te rechazaron”, advierte el padre al muchacho de 19 años, y aunque no lo castiga, no oculta cierto resentimiento, ya que el joven no se muestra preocupado por el sacrificio que tendrán qué hacer en casa para costear una universidad de paga.
Mientras tanto, en el apartamento de los Martínez, brota la furia contra los maestros, la escuela, el sistema educativo, el Gobierno –“malditos políticos, no les importa la educación”– y hasta el rencor contra un amigo del hijo, quien sí fue aceptado en la prepa: “segurito porque su familia metió dinero e influencias”.
Sentimientos de frustración, enojo, culpa, angustia y hasta desesperación golpean las paredes de 4 de cada 10 hogares en los que un joven no obtiene un lugar en el bachillerato público; y 3 de cada 10 en la universidad.
Durante su sexto informe al país, el presidente Felipe Calderón apenas se refirió al tema:
“El corazón del esfuerzo es proporcionar a nuestros jóvenes más y mejores oportunidades de empleo, de educación, de recreación, para evitar que sean presa de la criminalidad”, dijo el mandatario, antes de apuntar que durante su gestión la oferta universitaria subió “del 25 al 33 por ciento” (un punto por cada año del sexenio).
El colapso familiar por los hijos desocupados también golpea los hogares de aquellos jóvenes que si bien habían ingresado a la escuela, no continuaron hacia el siguiente ciclo, o bien que desertaron a mitad de este.
Es el fenómeno de la “baja” eficiencia terminal, que en México, según cifras oficiales, es de 56% a nivel bachillerato y de 48% en el superior.
Problemas económicos en el hogar, deficiencias en planteles, cambios de situación personal del estudiante (embarazo, matrimonio, líos judiciales, divorcio de padres), así como simple falta de interés por el estudio son las principales causas de esta deserción escolar, que inevitablemente afecta a la estabilidad de la familia.
“¿De qué sirvió el empeño que pusimos para meterlo a estudiar, si cuando ya estaba adentro, se sale?”, se quejan los Romero, al tiempo que el matrimonio Álvarez, que si bien pudo haber tenido mejor suerte con sus hijos, ya egresados y titulados, también expresa frustración al ver que estos no obtienen (o aceptan) ningún empleo:
“Les pagan cualquier bicoca, o quieren que trabajen de mozos, si tienen carrera”.
Falta de experiencia o de capacitación, son las principales excusas de muchos empleadores para rechazar a estos jóvenes.
Y cuando les hacen alguna oferta, ésta suele ser rechazada por el aspirante, dado el bajo nivel salarial ofrecido y que en el caso de egresados de colegios privados, ni siquiera es equivalente al monto pagado por las colegiaturas.
Es así que el agobio de estos padres de familia –el caso de los Chávez– se potencializa hasta el insólito: un hogar con cuatro hijos; uno con doble carrera y otro con maestría; pero que ni ejercen ni trabajan, solamente “esperan”.
Los Torres Espinoza: La vida por los muchachos
En su casa del barrio de Los Reyes-Iztacala, Tlalnepantla, Estado de México, los Torres Espinosa multiplican por tres la certeza de que han sido excluidos, históricamente, por el sistema de educación media y superior de México.
Y es que sus tres hijos (Irlen Paola, de 26 años; Eber Yahir, de 24; e Ingrid Karina, de 22) suman ya un total de 14 intentos para ingresar a bachilleratos y a universidades públicas; todos infructuosos y “sin exámenes reprobados, apenas con puntitos por debajo de los promedios o sin darnos ninguna explicación”.
Guadalupe Espinosa y Ángel Torres; peluquera y trabajador ferrocarrilero, respectivamente, no dudan en comentar a 24 HORAS su sentir.
“He trabajado toda mi vida y he pagado siempre impuestos. ¿Para qué? Para que los jóvenes de México tengan escuela. Pues hoy veo que los gobernantes se sirven a ellos mismos, pero que no hay escuelas para los jóvenes”, dice Torres.
Con discreto tono irónico, afirman haber vivido “entre paradojas” para dar educación a sus hijos, y menciona la primera de éstas: ser casi vecinos –dos calles– del plantel Iztacala de la UNAM, donde “nunca nos los aceptaron”. Asimismo, estar a 12 minutos de la UAM-Azcapotzalco y a 20 del Instituto Politécnico Nacional; instituciones que “tampoco nos los quisieron recibir”.
La segunda paradoja radica en haber tenido que recurrir, “contra todas nuestras posibilidades, endeudándonos, vendiendo cosas, sacrificándonos de todo”, a colegios privados, para el caso de los dos mayores; y para paliar el rechazo local de la menor, enviarla a Guadalajara, donde “gracias a Dios nos la aceptaron en la U de G”.
Pero lo que consideran el colmo de sus dificultades ha sido enfrentar la falta de empleo para sus dos primeros universitarios:
“Mi hija la mayor es estomatóloga de la UVM, pero no encuentra trabajo. Ha buscado aplicar en el ISSSTE, en el IMSS y nada. Ya se fue a Estados Unidos con unos parientes, pero se regresó, porque solamente la aceptaban como asistente de dentista y tendría que volver a estudiar por allá. Mejor estamos viendo si le podemos ayudar a poner un consultorio.
“A mi hijo Eber Yahir le pagamos una carrera de chef que nos salió carísima, hasta los cuchillos que le pidieron tenían que ser de lujo. Pues resulta que tuvo que irse a vivir a la Rivera Maya, porque solamente allá consiguió trabajo. Consecuencia: se comenzó a dividir la familia”.
“Y tenemos el problema con la chiquita, la que está en Jalisco, porque quería estudiar diseño industrial y sí la aceptaron, pero en Artesanías, con la idea de que a medio año vea si se puede cambiar a la que quería. Pues ahora está por allá solita, con los peligros de ser mujer, y tenemos que apoyarla con su renta y manutención”.
Pareja estoica, manifiesta su reclamo al sistema educativo, pero de ningún modo –puntualiza– se dice arrepentida del esfuerzo realizado: “Gracias a Dios, nuestros muchachos nos salieron muy buenos; y si por ellos tuviéramos que dar la vida, lo haríamos con gusto”.
Estado y Academia, pasmados ante la crisis
Cada vez que inicia un ciclo escolar como maestro, tanto de la UAM-Xochimilco como de la Universidad Pedagógica Nacional, el sociólogo e investigador Carlos Arturo Baños Lemoine hace una pregunta a sus alumnos:
“¿Cuántos de ustedes representan, dentro de sus familias, la primera generación que llega a la universidad?”
Las manos levantadas que ve –dice Baños Lemoine a 24 HORAS– superan la mitad de los grupos, y a veces alcanzan 60 o 70%; mediciones que le confirman una tesis: “entre las familias mexicanas existe una especie de obsesión por tener, al menos, un hijo universitario”.
Luego explica: “En México, la mayor parte de las familias aún cree que la educación es el medio primario de movilidad social; es decir, el vehículo de ascenso dentro de la escala social”.
Para el académico, esta idea obsoleta es un prejuicio que, frente a la realidad que vivimos, solamente causa angustia y grandes colapsos familiares.
“Para generaciones previas, la universidad sí representaba la vía de ascenso social: hacían falta arquitectos, ingenieros, abogados, médicos; todas las profesiones necesarias para el desarrollo nacional. Luego vino una avalancha de nuevas carreras orientadas a la ciencia y la tecnología, que se dio con la creación del Instituto Politécnico Nacional.
“Pero con el paso del tiempo, a partir de los años sesenta, los nichos de mercado de las profesiones ya tenían un número suficiente, volviéndose un ámbito cerrado. Y es por ello que muchos de nuestros profesionistas, digamos los formados al estilo clásico, no encuentran trabajo”.
La solución, apunta, pasa por realizar un diagnóstico severo del problema.
“Hoy, el Estado no muestra indicadores confiables que dejen ver cuántos profesionistas se necesitan para cada área. Por otro lado, la academia debe darle la vuelta a la concepción que tiene de carreras clásicas y desarrollar nuevos perfiles profesionales; es decir, ya no crear abogados, médicos o ingenieros a secas, sino especialistas. También cuadros técnicos, que sin renunciar a su derecho de proseguir con estudios superiores, puedan incorporarse a los mercados de trabajo”.
Lamentablemente, afirma, la crisis de las profesiones ya la tenemos aquí, pero “el Estado y la academia se han pasmado ante el fenómeno y han sido incapaces de responder a los nuevos requerimientos profesionales del país”.
¿Cómo sintetizaría el sentimiento de los padres de familia frente a esta realidad?
“Lo que vemos a diario en cada hogar donde un hijo es rechazado de la escuela, que se sale de ésta o bien que al egresar no consigue empleo: un sentimiento de frustración. Son familias que se sienten defraudadas, estafadas, inmersas en depresiones que no parecen tener salida”. Amílcar Salazar
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