Cuando acudí por primera vez a la Cámara de Diputados, en 1988, el paso subterráneo que comunicaba la colonia Candelaria con la entrada principal estaba abierto, el recinto no estaba enrejado en su parte frontal, y con un poco de suerte uno podía llegar hasta el salón de sesiones, al que entré varias veces antes de su remodelación a fines de los noventa.

 

Al edificio del Senado también llegué a entrar sin registrarme. No conozco el nuevo edificio en Reforma, pero desde fuera se descubre un búnker impenetrable, a prueba de ciudadanos.

 

La Cámara de Diputados tiene un gran patio central. La expansión de las necesidades de la misma llevó a ocupar, paulatinamente, la parte de atrás del edificio, que había sido previsto como Senado, cuyos integrantes nunca estuvieron dispuestos a compartir el espacio con los diputados, por lo que durante algunos años el espacio quedó abandonado.

 

La entrada de visitantes y empleados a la Cámara de Diputados es por una puerta lateral. La puerta central está permanentemente cerrada y, desde que el presidente de México no es bienvenido allí, pareciera que ya no es necesaria. Los propios diputados entran al estacionamiento por la puerta lateral. Los visitantes deben tener un motivo para acudir a su Congreso, no se vale ir a pasear, algo que parecería natural en otros legislativos del mundo.

 

En 2009 visité Ottawa, la capital canadiense. Fue a finales de septiembre. El clima era magnífico, calor moderado, sin nubes. Cientos de personas disfrutaban los jardines frontales del Parlamento, en un ambiente de libertad que generaba una sensación de pertenencia. Las dos sedes de nuestro Poder Legislativo generan justo lo opuesto.

 

Bajo una lógica civilizada, cualquier legislador o el presidente deberían poder proponer una ley y que esta se discutiera con sensatez. En México está prohibido proponer reformas energéticas, laborales, agrarias, fiscales, etc., so pena de que la tribuna sea tomada. Los espacios legislativos están vedados para el ciudadano común, cuando me parecería que la plaza central de San Lázaro tendría que estar abierta a las expresiones de los mexicanos, lo mismo que un espacio equivalente en el Senado.

 

El legislativo mexicano tiene pocas reglas y muchas rejas. Cualquiera debería poder entrar sin tener un motivo, aún sin identificación, pero al mismo tiempo también debería estar acotada su estancia en los edificios parlamentarios: que pueda estar con libertad en la plaza, en la biblioteca y presenciar las sesiones, y al mismo tiempo tener un mecanismo no intimidatorio para buscar a los legisladores.

 

Cualquier exceso por parte de manifestantes (por ejemplo, entrar a caballo al salón de sesiones) tendría que ser sancionado. No tiene sentido imponer la seguridad a todo el edificio, sino justo a las partes más importantes del recinto legislativo. La seguridad debe proteger a la institución, más que al predio.

 

Los legisladores deberían ser severamente sancionados por cualquier acto contra las instituciones legislativas. Los que trataron de impedir la toma de posesión de Felipe Calderón fueron sediciosos, como también lo son aquellos que se han opuesto a la discusión de las reformas energética y laboral. El Congreso de la Unión debe ser un sitio de discusión, no un sitio donde una minoría trate de imponer su visión del mundo. Tomar la tribuna es la prueba de que no creen en la democracia.

 

Hemos malentendido la forma de operar el Poder Legislativo. Las tomas de tribuna quedan impunes, los excesos de los manifestantes también, pero al mismo tiempo nuestro congreso tiene un desdén por el ciudadano, se desvincula de él y hasta lo discrimina. El búnker de Reforma lleva este desdén al extremo y se blinda contra los ciudadanos.

 

@GoberRemes