El jueves pasado el Senado de la República aprobó lo que ya es conocida como la ley contra el lavado de dinero y que formalmente se denomina Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita, una iniciativa que busca detectar en la economía -y especialmente en el sistema financiero- operaciones realizadas con recursos provenientes del crimen organizado.
Evidentemente que algo se tiene que hacer en esta materia cuando las agencias de inteligencia y de investigación estadunidenses advierten que a México ingresan anualmente entre 20 y 40 mil millones de dólares de recursos del crimen organizado, cantidades que se camuflan fácilmente en una economía con una elevada informalidad que facilita el “blanqueo” de los recursos ilícitos.
Así que eso parecería suficiente para justificar una ley que también es una respuesta tibia y tardía a un problema grave y que inexplicablemente llega al final del sexenio después de una guerra sin precedentes en contra del crimen organizado que ha costado decenas de miles de vidas. La ley fue enviada por el Presidente al Senado en agosto de 2010 y le tomó poco más de dos años en discusiones políticas, en desencuentros con el sector privado y en trámites legislativos para finalmente ser aprobada por el Congreso en una muestra más de que los grandes problemas de México se han enquistado por la inoperancia del arreglo político.
Este desarreglo político ha sido factor crucial que ha favorecido la debilidad de las instituciones, la baja capacidad de respuesta de los gobiernos, la fragilidad en los sistemas de procuración de justicia, y la escasa profesionalización y corrupción de los aparatos de inteligencia y de policía del país.
Es decir dada la incapacidad del Estado para enfrentar al crimen organizado a través de una estrategia integral, de inteligencia policiaca y de la fortaleza de sus instituciones económicas y financieras de vigilancia y supervisión, ahora se ha promulgado una ley contra el lavado de dinero que criminaliza a los ciudadanos, invade su privacidad y restringe sus libertades económicas tal y como lo señala el Artículo 16 constitucional.
Entre otras cosas, la ley contra el lavado de dinero obligará a los ciudadanos a entregar un gran cantidad de datos y documentos personales a los comerciantes y prestadores de servicios -con sus potenciales consecuencias en términos de resguardo y de seguridad personal- si se quiere adquirir un reloj, una pintura, un auto usado, una tarjeta prepagada no bancaria o si va a comprar acciones, en una clara invasión de la privacidad bajo la bandera de la lucha en contra del narcotráfico.
Esta es una tendencia peligrosa que los gobiernos están siguiendo en México y que atenta contra las libertades. Recordemos que recientemente el Sistema de Administración Tributaria, SAT, bajo el pretexto de contar con un registro preciso, se tomó la libertad de obligar a los contribuyentes a imprimir las huellas dactilares de los 10 dedos de las manos, a capturar su iris, además de ser fotografiado, de tomar los datos personales y de imprimir su firma autógrafa.
La invasión de la privacidad en aras de la lucha en contra del crimen es una más de las pérdidas de libertades económicas por la incapacidad del Estado para cumplir con sus obligaciones comprometidas en la Constitución.
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