El salto galáctico de Felix Baumgartner es un gran paso de la publicidad y un enorme retroceso para las relaciones internacionales. Es cierto que desde hace ya algunos años, la frase más sensata entre internacionalistas fue aquella que señaló a la diplomacia de la hamburguesa como la única con la que se asegura la paz: “Donde haya un McDonald`s nunca habrá guerra”; ahora se tendría que extender el término para la diplomacia del café, donde llegue Nespresso o se instale un Starbucks, no existen las condiciones necesarias para pensar en la confrontación.

 

Y es que las relaciones internacionales le tienen que aprender al marketing internacional su enorme capacidad de generar confianza y empatía masivas sobre los ciberconsumidores, que sólo en periodo electoral, se convierten en ciudadanos.

 

Desde hace algunos años, la diplomacia se ha dejado carcomer por su propia imagen, lo cual ha repercutido en la falta de interés de los ciudadanos por los asuntos cotidianos internacionales. ¿Al fenómeno se le puede considerar como normal si en nuestra época subyacen los elementos más globalizadores de la historia como lo son la tecnología y los tratados de libre comercio?

 

Las relaciones internacionales siempre fueron una actividad elitista y no masiva. Los embajadores se concibieron, se pensaron y se observaron como extraterrestres: documentaban sus valijas como secretos de Estado, impartían clases a los gobernantes ignorantes e inauguraban esculturas de artistas con reconocimiento internacional o ciclos de cine. Entre los monarcas y los embajadores sólo Dios se interponía. Después llegó la burocracia y con ella la banalización de las relaciones internacionales.

 

El oficio de la diplomacia fue contagiado por la extraña mezcla de algún economista del FMI con un conductor de noticias de CNN, es decir, del comercio internacional y de la revolución global de la comunicación. De esta manera, el interés del internacionalista por estudiar modelos políticos comparativos entre varios países, no era algo más que la auto motivación profunda por estudiar los clichés, himnos nacionales y fechas patrias, pasando por el conocimiento híper sapiente de la gastronomía, el aprendizaje de idiomas y los recorridos turísticos a través de las guías Routard. Así ocurrió desde la caída del Muro de Berlín hasta la reconversión de Nueva York en tierra de nadie, en septiembre de 2001.

 

En la segunda década del siglo XXI, el ascenso del ciudadano ocasional ya no pudo ser estudiado por el historiador Eric Hobsbawm, y bajo tal fenómeno, la historia se convierte en una especie de tira cómica. Es decir, con la muerte del historiador británico, concluye el interés social sobre el siglo XX y todas sus manifestaciones ideológicas, lo mismo de patologías políticas como por ejemplo, el fascismo, que de visiones modélicas provenientes de la Grecia antigua como fue la democracia.

 

Finalmente, junto a Bin Laden conocimos a la seguridad bajo una nueva identidad, la de ser una ideología recreativa que animó a los aeropuertos a romper con su pasado; de ser lugares aburridos pasaron a ser un centro de violaciones a los derechos humanos, claro, con la autorización de los propios humanos: discriminación bajo el eufemismo de la sospecha, mostrar los calcetines rotos, interrogatorios privados, escáners que Victoria’s Secret envidiaría y paranoias sofocantes rodeadas de duty free que estandarizan a la globalización de los NoLugares según McDonald’s.

 

Estudiar a las diplomacias estadunidense, europea o latinoamericana es adentrarse a intereses pragmáticos con Irak, la crisis del déficit o la retórica ramplona chavista, respectivamente; hacerlo sobre la ONU es perder el tiempo porque desde hace ya algunos años, la alianza de las civilizaciones autócratas, como lo son China y Rusia, conlleva a dinamitar al Consejo de Seguridad mientras que, personajes como Bachar Al Asad invitan a Kofie Annan a tomar té y galletas. Sobre México no conviene profundizar, los gobiernos priistas presumen que tuvieron los mejores diplomáticos para no ver lo que sucedía en Cuba; con los panistas tampoco se puede hablar porque simplemente no hay nada de qué hablar.

 

En efecto, las relaciones internacionales se encuentran a una distancia muy considerable sobre los ciudadanos.

 

Ahora, durante la segunda década del siglo XXI, el ciudadano ocasional busca aventuras y riesgos a través de las marcas comerciales, los verdaderos confidentes que retribuyen la confianza de los consumidores a través de empatía. Poco le importa la contienda entre Obama y Romney a no ser que los debates se produzcan por los magos de mainstream; tampoco le interesa el descontrol de Cristina Kirchner ni la visión del mundo según Chávez; ni hablar sobre los nacionalismos independentistas en Bélgica, Cataluña y Escocia.

 

La visión comercial global de empresas como Red Bull se conforma de acciones mucho más comprometidas con los compradores de conceptos que el conjunto de acciones de política exterior realizados por burócratas. Red Bull conoce mejor la cultura global que la propia Hillary Clnton.

 

150 televisoras del mundo transmitieron la victoria en solitario de Red Bull a través de Felix Baumgartner; millones de tuiteros y facebuqueros analizaron con detenimiento los riesgos de muerte que sorteó el aventurero de Felix a la hora de saltar al vacío. La conclusión generalizada es que Red Bull unió a los ojos del mundo a través de su marca hípervitanimizada.

 

Para algunos publicistas la inversión que Red Bull hizo fue de 50 millones de dólares; algunos otros especulan con cifras superiores y algunos pocos creen que fue inferior a los 50 millones.

 

Las marcas conocen mejor a sus mercados que los diplomáticos a los ciudadanos. Si la diplomacia de la hamburguesa fue efectiva durante muchos años, ahora, el marketing diplomático requiere de héroes que logren hazañas libertadoras asimiladas, claro, a las marcas comerciales. Solo así la globalización seguirá dando pasos evolutivos para que un buen día las banderas ya no tengan razón de existir. Pasarán quizá 50 o 100 años para lograrlo.

 

Mientras que Red Bull se posiciona como una marca amante al riesgo, Hillary Clinton tuvo que inmolarse, electoralmente hablando, para que su jefe Obama no se despistara durante su campaña; así lo hizo saber Clinton cuando un reportero le preguntó sobre la responsabilidad de la muerte del embajador de EU en Libia: “Yo soy la responsable de los sucedido en Bangasi”.

 

Existieron hitos a lo largo de la historia en los que los encargados de las relaciones internacionales se convirtieron en los protagonistas centrales de la historia; conquistadores, pacifistas, pactistas. Ahora la función de los internacionalistas no es muy clara. Mal momento es cuando los ciudadanos griegos han dejado de creer en los políticos. Por aquellos rumbos las relaciones internacionales fueron delegadas a la Unión Europea desde hace ya algunos años. Algo similar ocurrió en Portugal. Cada vez que su primer ministro Passos Coelho anuncia que realizará un viaje para profundizar las relaciones internacionales con Europa, todos los ciudadanos saben que lo que verdaderamente hará, será modelar el destino del país en materia fiscal.

 

A los diplomáticos se les acabó la tinta para seguir escribiendo narrativas sobresalientes. Es el marketing diplomático el que genera los mejores contenidos heroicos: el mundo observado por Red Bull desde el espacio. Nuevas conquistas, nuevos retos. Gustavo Entrala el CEO de la agencia 101, que de subir al cielo conoce pues llevó al Vaticano al mundo Twitter, señala que la hazaña de Red Bull “demuestra que la marca tiene que ser un proveedor de contenidos, que provoque cosas en la sociedad como marca” (El Mundo, 16 de octubre).

 

Antes, Estados Unidos y Rusia se disputaron la conquista del espacio, llevaron la diplomacia al lugar más alto del planeta Tierra. Ahora, las marcas son las que alcanzan los puntos más recónditos de la caja planetaria. Algo sucederá con la diplomacia porque de continuar así, el mundo entero se aburrirá.

 

El presidente Mariano Rajoy decidió cancelar los proyectos diplomáticos de España por razones supuestamente económicas. Convirtió a sus embajadas en oficinas de comercio. Le interesa el negocio e introducir a su país al fenómeno de la transcultura. Hay que aplaudir su sensatez porque donde se levante una tienda Zara no existen razones para pensar en una guerra. Sus acciones se convertirán en costumbre y será ahí, cuando sus únicos embajadores se encarguen de dar exhibiciones de futbol en todas partes del mundo. Cuando eso ocurra, ahora sí se comprenderá la relación entre Red Bull y la diplomacia con argumentos.

 

 

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