Sólo hay amigos en la realidad online, fuera del desierto de la pantalla deambulan personas enchufadas a los audífonos para evitar la socialización offline. Los únicos amigos que tienes son los que te aceptan en Facebook, te retuitean y whatsappean, lo demás es el desierto, eso que Paul Virilio define como “coexistencia, coincidencia entre el ser y su imagen a distancia”. Los traslados por la ciudad transcurren no sólo desde vehículos, trenes o aviones, sino por los toboganes de Twitter, Facebook o Whatsapp. La segunda piel de nosotros. La Ciudad Paralela que recorremos a la física, pero que ya no nos interesa, por eso nos hemos mudado a esa galaxia de hipertextos e imágenes que nos cubre la desnudez de la existencia solitaria. La ciudad apesta. La ciudad nos provoca deseo.

 

Abres Facebook para ver si alguien te ha escrito, negativo; buscas en Instagram, Vimeo. Como no has tenido suerte sientes de pronto que todos te han dejado solo, complemente abandonado a merced del abismo de la red. Tratas de recuperar la contraseña de tu cuenta de Hotmail para sentirte vivo aunque sea leyendo spam. Observas que en la calle nadie sabe caminar. Piensas “demonios, todos parecen zombis… incluso tú”. Observas que del camión del Metrobús desciende una señora que parece extraviada. Pregunta al policía por una dirección anotada en un papel que ella le extiende. El señor vestido de azul con hastío le señala con el dedo índice hacia el oriente, pero su gesticulación odiosa parece como si le ordenara retirarse. Ella le insiste, pero el sujeto ya ha regresado a su interior, da dos pasos hacia atrás y se aleja de allí, como si huyera de una granada a punto de explotar. Todos de avientan miradas de odio. Nadie deja pasar a los demás. Lástima, dices, por que el cielo azul se ha colocado encima nubes rojas. En el piso, las hojas secas adornan las calles; eso a nadie tampoco le importa. Quizá les llamarán la atención cuando las vean en Instagram, entonces allí las agregarán a sus favoritos y comentarán por que “el desierto es coincidencia entre el ser y su imagen a distancia”.

 

Subes las escaleras de la estación Iztacalco del Metro, pagas tu boleto y te subes a la ballena naranja. El rostro de los demás es un espejo del tuyo: vencido, triunfante, adormilado. Así es el ánimo en este momento en la ciudad de vanguardia, esa que antes fue la de la esperanza. Un niño de provincia pasa a tu lado y sin preguntarte te deja un papel sucio y usado sobre la pantalla del teléfono en el que vienes entretenido; el documento dice: “Vengo de la Sierra de Puebla no tengo casa ni dinero para comer. Le pido una ayuda”. Nadie lee lo que dice, muchos menos le dan lo que pide. Pero como todos saben: hasta el fastidio tiene fin y llega cuando un vagonero de pelo a rapa y playera sin mangas entra al vagón con sus bocinas aullantes que ponen los 20 éxitos de la salsa. Los pensamientos, como cucarachas, huyen hacia todas partes en busca de anonimato. Entra una hermosa mujer en la siguiente estación y se para junto a la puerta. Una señora con un niño en brazos le pide el asiento a una mujer como de 40 años, pero ésta cierra los ojos y se hace la dormida. Entre tuits y mensajes de Facebook el tren continúa su marcha por esa boca oscura de la ciudad donde nuestra individualidad se disuelve en imágenes captadas por unas perezosas videocámaras que no tienen memoria de disco duro.

 

@urbanitas

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