Otra vez la denominada tierra dorada se tiñe de sangre. Otra vez es la catástrofe, los desplazados, el odio étnico en Myanmar. Otra vez el caos en ese lastimado punto del sureste asiático.
Más de 80 personas han fallecido y 22 mil se han visto forzadas a dejar su casa a fin de encontrar algún rincón donde guarecerse. Resulta tan largo listado de temas pendientes de esta nación, que cuando superan un problema, pronto es momento de enfrentar al siguiente en una cadena que no da tregua.
Exactamente un mes atrás estuve en lo que se denomina en español Birmania y en inglés Burma, aunque la dictadura –si acaso en su único acierto- cambió tal nombre por Myanmar, pues es hogar de 135 etnias y los burmas o bamar representan sólo el mayoritario y hegemónico grupo. Aún así, Myanmar es un término casi estrictamente relacionado con los birmanos y no con las minorías.
Imposible definir mi impresión con palabras más precisas que las utilizadas por Timothy Garton Ash en un artículo: “Pocas veces he visto un país más hermoso, o un régimen más feo”. No obstante, tal régimen dictatorial recientemente terminó y Birmania se encuentra en proceso de reencontrarse, en restituir todo lo devastado por tan aislada tiranía, en recuperar décadas de absurdo.
Nunca, ni siquiera en la Zimbabue de Robert Mugabe, estuve en un sitio sin sistema bancario, lo cual ciertamente complica la estancia turística. No hay cajeros automáticos, no se aceptan tarjetas de crédito ni en el aeropuerto ni en los hoteles de lujo (a saber quién y cómo comprará en sus tiendas de souvenirs joyas que cuestan 7,000 dólares). Es necesario llevar billetes nuevos de cien dólares, sin raspaduras, sin alguna anotación, sin dobleses; incluso un turista estadounidense me explicaba que plancha su dinero en casa antes de viajar a la otrora denominada Golden Land o tierra dorada.
Corrupción y represión, quizá la peor mezcla, fueron caras permanentes de la misma moneda. El ejército, que en realidad era el gobierno, derrochaba casi la mitad del presupuesto nacional. Otra vez en palabras de T.G. Ash: “Su Albania asiática estaba tan poco alineada que hasta salió del Movimiento de los No Aliniados”. En resumen: solos en su atraso y sufrimiento. Quizá por ello, a la fecha los turistas podemos disfrutar de algo cada vez menos factible en el mundo: un lugar diferente en el que no se bebe el café en el mismo envase, ni se sirve la misma comida, ni se escucha el mismo hit mundial del momento, ni se viste la misma ropa, ni se juega a ser todos iguales que en Finlandia, Japón y Canadá. País sándwich entre los gigantes India y China, vecino de la occidentalizada Tailandia, pero tan ajeno en el 2012 a la globalización.
El común de los hombres se coloca en torno a la cintura un gran pedazo de tela a manera que luzca cual falda larga (le llaman longhi); la mayoría de las mujeres lleva el rostro pintado de amarillo que es el maquillaje y protector del sol birmano (thanakhar le denominan y se hace al moler cortezas de un árbol).
Es, aunque cueste creerlo por lo visto de momento en las noticias, el pueblo al que he encontrado en mayor paz. Budismo genuino. Renuncia a la pretensión o lo fastuoso. Resignación más que rencor respecto a su pasado. Gran optimismo de cara a lo que viene, ejemplificado en las fotografías de su Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, colgadas a la entrada de todo tipo de establecimientos. Hija del héroe de la independencia birmana, Aung San, esta mujer vivió en arresto domiciliario casi veinte años y simbolizó algo más que la resistencia a las atrocidades militares. Hoy, por fin, su partido tiene representación en el parlamento.
Sin embargo, este sitio que se amarró al sinsentido por tanto tiempo, padece hoy para hallar rumbo y se sigue asemejando en muchas facetas a lo descrito por George Orwell en su novela Días Birmanos, escrita ochenta años atrás. Ante todo, imprescindible insistirlo, una belleza que deslumbra. La ciudad sagrada Bagan es uno de los mayores espectáculos que se puedan encontrar en este planeta: más de 2,200 pagodas, cada una más espléndida que la otra, desperdigadas en medio de la naturaleza. Es verdad, algunas de las pagodas o templos, y no sólo en Bagan, fueron edificados por personas que buscaban así disculpar ante lo divino sus crímenes: tal como el siniestro político de la novela de Orwell decide efectuar con sus riquezas, tal como T.G. Ash explica que muchos militares del régimen recién caído hacían.
Reflejo del aislamiento y escasísima influencia extranjera, todo en Myanmar hoy huele a Myanmar y sabe a Myanmar. ¿Y en qué consiste tal sabor u olor? Al sazón que utilizan en la mayoría de sus alimentos, a base de camarón que se coloca bajo tierra o se deja secar al sol por algunas jornadas.
Sus monasterios budistas son simplemente conmovedores: cientos de niños y adolescentes, vestidos en túnicas rojas, rezando y viviendo en paz. Algún monje de 12 años, llegado desde una lejana aldea en la montaña, sin hablar inglés supo qué contestar cuando le dije “México”. “¡Shishayito! ¡Hellnandeiz!”. Otro monje, este más veterano, me explicó con voz serena y pausada por qué resultaría imposible para un occidental atinar su edad: “mi tiempo es distinto al tuyo”.
Nación tan interesante como maravillosa que hoy vuelve a abrir cicatrices. A sus nunca resueltos conflictos pre-colonial, de ocupación británica, post-colonial y dictatorial, se debe añadir la jamás solucionada situación de sus minorías. Los padaung, cuyas mujeres se alargan el cuello con muchos collares sobre los que reposa el rostro, siguen sin ser tratados como iguales. Y, más grave, los rohingya musulmanes, vuelven a padecer el ser una especie de apátridas: ni en Myanmar ni en la vecina Bangladesh los consideran ciudadanos y se mueven a donde pueden para sobrevivir o malvivir.
Los rohingya sufren hoy la persecución pero en un futuro cercano podría ser otro de tantos grupos que conforman este país.
Elevadísimo precio que la gente de Myanmar, armoniosa y espiritual, sonriente y meditativa, caritativa y sufrida, paga todavía. Un mejor futuro tiene que venir y Aung San Suu Kyi ha de ser su partera. La pregunta es cuándo o, más bien, hasta cuándo.
@albertolati