Pocas cosas pueden transformar más a una persona que el automóvil. La histeria fluye y, hasta cierto punto, es socialmente aceptada. En esos momentos, el resto del mundo no importa nada, sólo sé que los demás estorban.
Las grandes ciudades suelen fabricar esos incómodos momentos de histeria. En la misión de llegar a nuestro trabajo, casa o compromiso, asumimos nuestro rol y hacemos todo lo necesario para alcanzarla. Eso incluye claxon, insulto, cerrón, acelerón.
El remedio más efectivo que he encontrado contra la histeria del tránsito pesado es no manejar diario. Puede ser que en mi caso esto reporte cierto estoicismo, porque por lo regular no voy a un punto específico sino que suelo visitar tres o más lugares cada día. Me suelen acompañar mi bicicleta plegable, o la bicicleta barata que encadeno en la parada del trolebús.
El segundo remedio, entendiendo que sólo una minoría de los automovilistas está dispuesta a cambiar de modo de transporte por la congestión, es respetar los límites de velocidad. Éstos pueden variar de ciudad en ciudad pero andarán entre 80-100 en vías sin semáforo, 60-70 en avenidas y en 30-40 en calles secundarias. Asimismo, hay que ser excesivamente respetuoso del peatón, detenerse, darle su espacio y su tiempo.
Cuando uno se calma frente al volante, hay menos momentos de sorpresa que lo alteren a uno. Tengo más tiempo para ver al que viene rápido, al que se me va a cerrar, y puedo estar más propenso a ceder el paso. Se acaba el estrés, el congestionamiento se torna relativo: ya no depende de las obras en curso, la lluvia torrencial, o las supuestas genialidades de un gobierno para promover la movilidad sustentable.
En la Ciudad de México, en Paseo de la Reforma, el gobierno tomó los primeros 2 metros de la lateral para hacer una ciclovía hace un par de años. Hubo quejas, pero en realidad ese espacio correspondía a automóviles estacionados ilegalmente. El estacionamiento ilegal es más tolerado por otro automovilista que una ciclovía.
En medio de la histeria, el automovilista supone que todas las políticas públicas del universo tendrían que enfocarse a resolver SU problema y SU congestionamiento. Los agentes de tránsito deben salir a darle más tiempo al semáforo, que no me instalen una ciclovía, que no den un carril exclusivo al transporte público, que quiten ESE auto mal estacionado.
No tengo la menor duda de que los gobiernos tienen que escuchar las distintas visiones de un problema para entenderlo y solucionarlo. El error recurrente, en materia de congestionamiento, consiste en creer que un congestionamiento en específico es un problema público, y en consecuencia están dispuestos a invertir decenas o cientos de millones de pesos para resolverlo.
El verdadero problema, cuando uno ve autos detenidos o avanzando muy lentamente, está en la forma en que todos nos movemos. Las ciudades se expanden y se requieren más viajes y éstos son más largos, por los mismos carriles compartidos por todos.
Obvio, molesta que en un punto específico uno destine atípicamente 20 minutos pudiéndolo pasar en 2. Sin embargo, desde que yo tengo uso de razón, la autoridad se aboca a “resolver” el tráfico punto por punto y no como una visión general: necesitamos mantener o disminuir kilómetros en auto, y canalizar los nuevos viajes a transporte público o bicicleta. Para lograrlo sólo hay dos vías convergentes: que la ciudad se compacte y que de manera sistemática los automovilistas pierdan territorio (que paguen por estacionarse, que haya ciclovías, carriles para el bus, que la gasolina se encarezca, que se peatonalicen calles, etc.).
… Mientras tanto, el lector mira de reojo el semáforo lejano y lee con escepticismo este artículo. Espera que lo pongan en verde por 5 minutos (que ningún peatón pase) y que por fin pueda llegar … al siguiente congestionamiento, Qué no se dan cuenta los políticos, murmura con experiencia.
(@GoberRemes)