Fotos: Filemón Alonso-Miranda/@urbanitas
Dios hace los milagros, pero la Santa Muerte te hace el paro, dicen en el barrio de Tepito, en la ciudad de México. Alfonso Hernández, cronista de Tepito y Hojalatero Social, explica que es un culto que ha adoptado la “barriada” luego de que ha perdido la confianza y la fe en las instituciones como la Iglesia Católica, pero no busca rivalizar con el mainstream religioso, comenta. A ella recurren lo que buscan dejar los vicios y piden protección.
La Santa Muerte abre el 31 de octubre las celebraciones del Día de los Santos Difuntos. Ella es la que inaugura las fiestas donde los espíritus conviven con los vivos, por que ella es “pura y no prejuicia, lo mismo se lleva a un niño que a un anciano, a un pobre que a un rico”. Al final de cuentas es una ceremonia en honor a ella que “está aquí con nosotros hermanitos, nos cubre con el manto de su infinito amor”, dice la voz de Chucho Romero que se dispersa con ayuda de un sonido por la calle Alfarería, en donde se encuentra instalada la “capilla”, considerada como una de las más importantes de toda la capital. Ese santuario está en el número 12, a sus lados se encuentran un adoratorio repleto de veladoras prendidas y la casa de Doña Queta, la sacerdotisa de la Niña Blanca.
En México en los días 1 y 2 de noviembre se realizan los festejos de día de los santos difuntos en los que los familiares y amigos regresan a los cementerios a convivir toda la noche con sus muertitos, les llevan la comida que tanto les gustaban, les ponen música, serenata y vino a la luz de los cirios. Los panteones se convierten en estas fechas en los lugares más concurridos y decorados. La relación de los mexicanos con la muerte es de respeto, pero también de festividad.
Alfonso Hernández destaca que fue doña Queta quien “hizo que la imagen de la Santa Muerte dejara los rincones de las casas y viera la luz en las calles tan urgidas de su amparo y protección”. Este es un culto casero e íntimo que nació en Tepito, aunque en muchas partes de la república mexicana se encuentran huellas de esta devoción que viene de los antiguos pueblos que dominaron el país en los tiempos precolombinos. La muerte era vista como un tránsito, un paraíso. “El origen de esta devoción es más misterioso que antropológico, pues si al final de la vida todos la hemos de conocer, qué de malo tiene hacerla presente, si desde siempre la vida y la muerte han sido buenas comadres. Es por ello que la imagen de la Santa Muerte es atractiva para quienes la consideran su madrina protectora, y es repulsiva para quienes padecen bruma mental y nebulosas en el alma”, explica el Hojalatero Social.
El miércoles 31 de octubre a las 17:52 horas cientos de imágenes de la Santa Muerte se elevan apoyadas sobre las manos morenas de los devotos que cierran los ojos y rezan. Otros se toman de las manos para formar una cadena multitudinaria. Cada 31 de octubre se realiza el ya tradicional rosario, uno comienza a las cinco de la tarde, el otro a las 12 de la noche. El Padre Nuestro es el mantra que cubre de paz a todas las personas que se han congregado frente a la capilla, una especie de Meca a la que todo el año y a todas horas llegan los fieles a depositar flores, encender veladoras y implorar protección, bendiciones, trabajo, salud y dinero. Durante las oraciones algunos acarician el ropaje de lujo que Ella luce este día, “ella que representa y conceptualiza lo único que tenemos seguro en esta vida: la Muerte”.
Alfonso Hernández, cronista y Hojalatero Social de Tepito, explica que es un culto fomentado por la misma gente del barrio; una vez mi hijo dejó una escultura de tamaño natural en la calle y los que pasaban por allí se persignaban y dejaban flores. Es el culto de todos aquellos que han perdido la fe en las instituciones, pero no es algo nuevo, en la época prehispánica formó parte del ADN teológico de nuestros antepasados, que tenían una percepción de la muerte un proceso no tan negativo como lo tiene el cristianismo. Así se ve al finalizar el rosario que cumple 11 años en la calle Alfarería, que al concluir le cantan una porra a la Nina Santa, porque esto también es una fiesta, una ceremonia que camina al margen de los canones, que corre en la sangre de sus fieles que retan a la vida porque saben que la huesuda los protege.
Rostros morenos de ojos violentos hacen una larga fila para pasar al altar donde se encuentra La Flaquita. “Pasen rápido, pasen rápido”, les ordenan dos voces que ponen en orden. Uno a uno niños, jóvenes y viejos llegan a la vitrina donde la imagen de la Santa Muerte los observa con distante amor y candorosa lejanía. Los devotos a veces pronuncian algunos deseos en voz alta, pero la mayoría lo dice mentalmente. Una chica llega hasta ella, se detiene. De su mochila saca unas tijeras con las que comienza a cortarse un largo mechón de su cabello. Entre las prisas, cantos y veladoras ella termina de cortarse el cabello, da la media vuelta y se pierde entre los otros devotos de este infierno urbano que necesita de una divinidad que les dé el salvoconducto para seguir retando los riesgos que conlleva la vida en esta plancha de asfalto.
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