–¡Mira!, ¡mira!, ese es Manuel Mondragón.

 

A la entrada del dojo algunos de los estudiantes se arremolinaban. Todos se habían quitado el karategui y ya iban de salida. Quienes seguíamos todavía en la clase bajo la fiera mirada y la férrea disciplina del profesor Matsura, no podíamos ni mirar de reojo. Uno de esos, era yo. Esmirriado aprendiz de karate.

 

–¡Kiaiii!,¡kiaiii!, retumbaban los gritos en el eco adormecido de la madera.

Manuel Mondragón y Kalb era, en el año de 1966, un hombre cuya leyenda no terminaría, como ahora, ni siquiera con la vuelta del siglo. Introductor del karate, del tae-kwon-do; subsecretario del Deporte, funcionario de las procuradurías, subsecretario de los Bosques; secretario de Seguridad Pública en el DF, médico cuya honestidad profesional permitió despenalizar la interrupción del embarazo y cuya visión logró aplicar desde hace años el alcoholímetro y, en ambos casos, salvar vidas.

 

Mondragón puede tirar un árbol con sus puras manos, decía uno. El otro día –comentaba un tercero– les ganó a tres maestros de Okinawa. La leyenda, como todos sabemos, se alimenta de la exageración.

 

Un día, hace muchos años –cuenta el doctor Mondragón–, tuve un incidente de tránsito. Se me vino encima un microbusero; se bajó a gritos y mentadas, y ni modo, hermano, le entré como se debe y lo puse en el suelo. Tras él vino otro, más gordo, más grandote pero igual de torpe. Traía un tubo. Le tocó la misma suerte. Cuando llegó el tercero y los otros se levantaron. Escuché un grito salvador:

 

–¡Vámonos!, este si es gandalla!

 

Mondragón lo recuerda y se ríe en la mesa dominical donde cada semana junta a algunos de sus amigos para conversar, recordar. El entrañable Gustavo Mondragón, ex contralor del DDF, a quien se le acaban de celebrar sus bien cumplidos cien años de edad, preside la mesa y recibe el respeto cariñoso de su sobrino.

 

El tiempo me permitió durante años, desde aquella desaparecida escuela de artes marciales, mirar a Mondragón a la distancia. Ver sus éxitos, su carrera.

 

–Manuel, ¿vas a ser secretario de Seguridad Pública?, le pregunté cuando se inició el gobierno de Marcelo Ebrard, con quien se había ido del gobierno del DF en solidaridad por el despido del jefe de gobierno por Vicente Fox cuando aquel malhadado asunto de Tláhuac.

 

–No, de ninguna manera…

 

–Manuel… no me digas eso. Cuando se presente una necesidad en la administración, cuando de veras hagas falta, cuando te lo pidan Marcelo o el servicio, lo vas aceptar.

 

–Te digo que no, no insistas.

 

Dos semanas después, llegué al desayuno dominical con una bolsa de lona y un regalo. “Te quiero dar esto, Manuel, a mí no me sirve. Y tú a lo mejor la necesitas cuando seas jefe de la policía”.

–No

–¿De veras, Manuel? No te creo.

–Te digo que no, farfulló mientras desenvolvía el paquete.

 

Preciosa, refulgente, impoluta y sin haber sido disparada en años, refulgía una contundente Magnum.

–¿Y esto?

–Me la dio un amigo mío del Estado Mayor, ya finado, de cuando trabajé en la Presidencia, hace años.

–Gracias, la voy a registrar de inmediato, dijo el Médico Naval, contralmirante de la Marina Armada de México.

 

Cuando dejamos el desayuno, yo no pensaba en una ciudad donde un ciudadano le regala un revólver al jefe de la policía, no me imaginaba los hechos cercanos.

Vino la mortandad horrible del News Divine y con ella el terremoto político de Marcelo Ebrard y sus medidas desesperadas. Una de ellas cesar al jefe de la policía y pedirle auxilio a su amigo.

 

Manuel Mondragón y Kalb fue designado, días después, secretario de Seguridad Pública por Felipe Calderón. Los servicios médicos le fueron encomendados a Armando Ahued, con buena fortuna.

 

La policía de esta ciudad, desde entonces, ha sufrido una notable transformación. Se ha ganado la confianza y el respeto. Los domingos las personas del desayuno familiar se acercan a Mondragón, lo saludan, lo exhortan a seguir, lo felicitan.

 

–¿Otra vez Manuel?, ¿vas a repetir como Armando Ahued?, Manuel, dímelo, dímelo…

–No empieces, no empieces otra vez, me dice con los dedos como garra en mi brazo.

 

Y de seguro en el fondo de un cajón, si pudiera hacerlo, la Magnum sonreiría orgullosa. No cualquiera le pertenece al legendario Manuel Mondragón y Kalb, dos veces secretario de Seguridad Pública. Hay pistolas con suerte.