Cuenta la historia que, una noche, Federico II “el Grande”, rey de Prusia, llegó agotado a su castillo. Sin embargo, del lado de su habitación, había un viejo y ruidoso molino, que no lo dejaba descansar. Furioso el rey, ordenó su demolición. El molinero afectado recurrió a un juez en defensa de sus intereses, mismo que condenó al monarca al pago de daños y perjuicios. La sociedad prusiana creyó que el rey jamás cumpliría la sentencia, pero, para sorpresa de todos, el rey manifestó: “veo con alborozo que aún hay jueces en Berlín”.
La anécdota refleja la relevancia de una corte fuerte y autónoma ante la presión del poder ejecutivo, los poderes fácticos o la opinión pública. Recurrir a ella hoy, tiene sentido ante el regreso a la agenda pública del caso Cassez.
La historia de la francesa es uno de los casos más emblemáticos del sexenio pasado. Uno, por el tipo de delito que se perseguía; dos por la impunidad con la que se construyó el expediente y el desprecio por la ley que se mostró; tres, por evidenciar la propaganda del gobierno federal para presumir las supuestas cualidades de su policía que ante los medios justificaba arrestos, asesinatos y demás excesos. Olvidaron que en un estado de derecho a los presuntos delincuentes se les juzga con pruebas periciales no con dichos. Creyeron que la opinión pública derrotaría al sistema de justicia.
El caso Cassez representa la manipulación mediática, el abuso institucional del estado y el desprecio por la ley. Sin siquiera conocer el expediente el presidente cometió las peores aberraciones institucionales.
Se erigió en juez, y calificó de delincuente a la francesa. Obsesivo, faltó a su palabra ante el presidente de Francia, Sarkozy, y puso en juego las relaciones con ese país. Convirtió el juicio a Cassez en causa nacional, como si la joven gala enarbolara a todos los males de la Nación. Con la opinión pública a su favor, pensó que esa condena le otorgaría el perdón por el 98% de impunidad que caracterizó a su gobierno y por los 60,000 muertos que le penden.
Cuando se discutía el proyecto del ministro Zaldívar, para apelar a la opinión pública, abiertamente acusó a la Corte de corrupta e insensible; abusó del dolor de las víctimas y exaltó el racismo de los mexicanos. Promovió la exposición de su montaje, aumentó el volumen de los gritos de la Sra Wallace, su activista institucionalizada y enfocó todo el poder del estado para presionar a los ministros. Pensó que con ruido doblegaría a la Corte.
Desgraciadamente para el, afortunadamente para nosotros, “aún hay jueces en Berlín”. El asunto no se resolvió pero tampoco se deshecho. De cinco ministros, cuatro reconocieron el abuso de las autoridades hacia la indiciada y la pobreza del expediente. No lograron consenso sobre la solución pero sí sobre el abuso de autoridad padecido. Las mentiras quedaron al descubierto.
Es difícil predecir la resolución de la Corte el 23 de enero. El proyecto no es público. Sin embargo, la resolución es de la mayor relevancia para México. La Corte habrá de sentar un precedente que obligue a las Procuradurías a demostrar con pruebas la culpabilidad de los indiciados no con gritos, caprichos y creencias.
La primera sala habrá de demostrar que la justicia no depende de la opinión pública ni de la neurótica presión de unos cuantos. Los mexicanos podremos dormir tranquilos si nos muestran que “aún hay jueces en Berlín” que nos protejan incluso contra todo el poder del estado como ha sucedido en el vergonzoso caso Cassez.