Si bien ya es una meta para las organizaciones del siglo XXI, aún existen muchos mitos que impiden el desarrollo de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Queda claro que no es una moda, ni un acto aislado de filantropía, ni una acción mercadotécnica orientada a la promoción de una causa, sino una cultura de gestión que vincula a la empresa con el bienestar de la sociedad mediante el desarrollo de los integrantes de la organización, la mejora constante de la comunidad, la ética en la toma de decisiones y la sustentabilidad.
Lamentablemente, el grueso sigue viendo a la RSE como un mero recurso retórico de relaciones públicas. Cada vez, empero, es más difícil engañar a la sociedad. De acuerdo con el estudio Social good: the end of goodwashing, elaborado por la agencia JWT, los denominados “mileniales” (personas cuyo rango de edad abarca de los 18 a los 33 años) ya no confían en la legitimidad de los programas sociales promovidos por las marcas. El 55% se muestra escéptico sobre el impacto de los esfuerzos de RSE, y 92% sospecha que el dinero que donan se pierde en costos ajenos al problema que se busca solucionar.
Para los “mileniales”, la RSE no es posible si no se cumple con un concepto inmanente a la forma en la que entienden al mundo: la transparencia. Es natural: si desde su infancia han estado acostumbrados a obtener información de todo lo que les interesa con sólo un clic, ¿por qué no someter a esa lógica a las organizaciones con las que interactúan? ¿Por qué no publicar su rechazo hacia la opacidad en las redes sociales a las que se encuentran conectados todo el día?
La consolidación del maximum disclosure (apertura total) es inexorable: de las etiquetas con el desglose de calorías en los productos alimenticios a la práctica de hacer públicas las huellas de carbono, sin obviar la atención de grupos de interés sobre la ética de las decisiones corporativas, no hay empresa peleada con la transparencia que pueda proclamarse socialmente responsable en la postmodernidad.
En México, donde la corrupción es parte del ADN de algunos capitanes empresariales, nos falta aún más camino que recorrer. No es una exageración. El año pasado, tras el escándalo Wal-Mart, la revista Expansión consultó a 67 CEO de las empresas más importantes de México -las aglutinadas en su edición de “Las 500”- sobre el impacto de esta práctica en su operación diaria. Al cuestionar a los ejecutivos sobre si consideraban que para expandir un negocio era necesario en ocasiones pagar a gestores o funcionarios públicos para acelerar los trámites de manera ilegal, 42% respondió que estaba “de acuerdo” y 18% que “totalmente de acuerdo”; o sea, 60% consideró esta práctica como necesaria. En contraparte, 24% está “totalmente en desacuerdo” a que tal situación existiera, mientas que 15% se mostró neutral. El restante 1% no respondió.
Cuando varios directores de las organizaciones clave de México están de acuerdo en ser corruptos, el panorama es claro: antes que cualquier otra cosa -que el Teletón, programas al estilo de Bécalos o convocatorias para salvar el planeta-, la RSE debe centrarse en la transparencia. Si nuestras empresas son desaseadas, ¿cómo esperar que cumplan con los demás aspectos orientados a promover el desarrollo social? Lo primero es la honestidad y la ley. Sin esto, lo demás es pura demagogia.
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