Hasta ahora no se ha comprobado la existencia de mundos paralelos; lo que sí es que la costra de asfalto es una especie de burbuja que guarda en su HiperDrive los data de lo que hacemos. De acuerdo con esta definición, los civitas más extraños son una anomalía que el sistema detecta y «respalda» en forma de imágenes en la mente de los demás. De todas las millones de microhistorias que suceden en este momento, de todas las conversaciones por redes sociales o WhatsApp ahora quiero platicarles el caso de los Richard de la colonia Ramos Millán, en Iztacalco.
Sucedió hace muchos años, pero el HiperDrive de la burbuja de asfalto los vomitó de su sistema hace unas horas. ¿Qué hay en la Ramos Millán? Nada. Es un suburbio de la ciudad que no cuenta con centros culturales, cines de arte, aunque ahora está poblada de centros comerciales. Iztacalco significa lugar de sal. Sobre esa sal recubierta con una gruesa capa de chapopote vivían los Richard. Uno de ellos era un anciano que se comportaba como un joven de 20 años; intentaba ligarse a las reinas del barrio parado en una esquina con un grupo de chavos que hacían de su espacio la isla desde donde dominaban todo a su alrededor. Canoso, enjuto, sin dientes, la piel arrugada y el mismo pantalón de mezclilla. El otro, un carita de 30 años que se acostaba con todas las clientas que iban a cortarse el cabello en su peluquería.
En las calles oscuras de cielos tejidos con cables eléctricos, el Richard Uno cenaba huevos crudos a los que les hacía un hoyo y aderezaba con sal mientras le juraba a todos que era un zapatero muy famoso y que un día los iba a sorprender. Dormía en un vehículo sin llantas abandonado en un lote baldío de lo que le llamaban El Ranchito, un predio expropiado a mitad de los 80 por el gobierno a un ejidatario que tenía allí un establo que abastecía de leche a toda la zona. Por esas fechas, la prensa sensacionalista hizo eco del caso de un hombre que fue asesinado y quemado en una esquina del canal de Río Churubusco por una banda de hermanos apodados Los Amenaza.
El Richard Dos era el consentido de las mujeres. «Hay que tratarlas bien para que siempre regresen, a las casadas mucho mejor porque son más fieles», aconsejaba sosteniendo sus tijeras de estilista y viéndose en el espejo, como para decirlo a sí mismo que a los demás. Su negocio estaba sobre una concurrida calle de la Ramos llamada 106 y le daba un uso, principalmente, de centro de ligue, bar y hotel. Su labia vestida con camisas abombadas, pantalones de vestir y zapatos sin calcetines era el recelo de los maridos. Más de una vez lo encontraron acechando a esposas desatendidas y más de una ocasión logró escapar de una eminente golpiza.
A principios de los 90 la Ramos Millán era una aldea indomable que se disputaban dos bandas llamadas Los Gandallas y Los Calmecas; su campo de enfrentamiento preferido era la calle donde se encuentra aún la secundaria 219. A la hora de la entrada y salida, piedras, palos, cadenas y puños completaban el ritual de enseñanza de los estudiantes que corrían a protegerse o sumarse a la batalla.
Al Richard anciano se lo llevó una camioneta según de un asilo una tarde en que los vecinos lo abandonaron a su suerte cuando ya no pudo caminar. Sólo vieron cómo dos hombres vestidos de enfermeros lo levantaron de la banqueta y lo subieron al vehículo en una camilla. En silencio. Al otro, no muy lejos de allí un comandante judicial le apuntaba con su arma en la cabeza en el cuarto barato de un hotel al encontrarlo con amante. Ese es justamente el principio de la caída de uno de los vendedores de libros usados que se pone junto a un árbol de la esquina de Avenida Cuauhtémoc, a unos metros de la calle Puebla, en la Roma. “Diosito me salvó de la muerte pero no de este dolor de estar en la miseria”, dice el fantasma de un hombre parado sobre la banqueta. Ya no tengo nada. Perdí todo. Así es la vida.