Las narrativas de un país desnudan los valores de la sociedad que lo habita. Compárense los casos de Estados Unidos y México. El mundo de los protagonistas centrales de las series estadunidenses de televisión casi siempre gira en torno al trabajo que realizan. La profesión define al personaje. No importa que sea médico, abogado, policía o incluso fabricante de drogas (como el caso de Breaking Bad), la valía del héroe (o antihéroe) de las series de nuestro vecino del norte se mide en función de la excelencia con la que desempeña su trabajo. La vida familiar aparece en segundo plano o saboteada por el compromiso absoluto del individuo con su profesión.
En las telenovelas mexicanas, en cambio, casi nadie trabaja. Nunca conocemos qué es lo que hacen los ricos cuando los vemos en las oficinas de las telenovelas, simplemente sabemos que van ahí a intrigar y a beber de licoreras sacadas de la década de los 50. Tampoco vemos laborar a los pobres, quienes siempre están identificados como servidumbre, mecánicos o albañiles por la vestimenta que utilizan, y no por practicar su oficio.
¿Será que, a diferencia de los sacrificados estadunidenses, los mexicanos somos flojos y conformistas? No. El problema radica en que aquí el trabajo no se valora porque no representa un mecanismo efectivo de movilidad social. Si revisamos revistas como Fortune o Fast Company, encontraremos apellidos como Buffett o Rockefeller, pero también nombres de jóvenes que triunfaron gracias a que tuvieron una idea genial que supieron capitalizar con eficacia, como los casos de Mark Zuckerberg o Sean Parker. Ese es el “American dream”, el cual, con todas sus sombras y fallas, aún sigue vigente en el imaginario estadunidense. En México, en cambio, las historias empresariales de éxito no son las de los soñadores que empezaron desde abajo, sino las de los juniors que lo heredaron todo de sus padres. Las posibilidades de salir del contexto en el que se nace se antojan remotas. El contenido de las revistas de negocios mexicanas se limita a registrar los movimientos de personajes provenientes de una esfera de no más de 20 familias. En México ser un líder empresarial es una cuestión de prosapia, y no de mérito.
Todo esto viene a colación porque en semanas recientes la prensa extranjera ha reportado en ya varios artículos el surgimiento de una nueva realidad económica que bien podría colocar al país en la senda del crecimiento. Textos con títulos como “México, la próxima China”, “La ascensión de México” o “Cómo México regresó al juego”, firmados por luminarias como Chris Anderson y Thomas Friedman, han creado la narrativa de un naciente “Mexican dream”, donde factores como una potencial desaceleración china, la previsible aprobación de reformas estructurales y una mano de obra cada vez más especializada le podrían permitir a nuestra nación dar el salto a un estadio más prometedor. ¿Es positivo que nos creamos este supuesto renacimiento? Sí, pero no al punto del autoengaño: mientras las empresas mexicanas no asuman la responsabilidad de dejarse de concebir como botines familiares y se abran a una “meritocracia” que promueva la movilidad en todos los niveles de la organización, el “Mexican dream” no pasará de ser un sueño guajiro. ¿Cuáles son las medidas organizacionales que las empresas mexicanas deberían implementar para impulsar esta movilidad? Ese será el tema de la siguiente entrega.
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