Dos imágenes previas al partido eliminatorio que disputan este viernes las selecciones de Croacia y Serbia.
La primera es una muralla en el puerto croata de Dubróvnik: arriba está marcada de bala por las guerras recientes; abajo, muestra una inscripción que prohibía 500 años atrás los juegos consistentes en patear objetos redondos.
La segunda es en la entrada del estadio Maksimir de la capital croata Zagreb, donde será el cotejo clasificatorio para Brasil 2014. Es un monumento que muestra a soldados armados y multitudes invadiendo una cancha, acompañado con la inscripción: “a los aficionados del Dinamo que comenzaron la guerra de independencia en mayo de 1990”.
Si hacemos cuentas, dicha placa adelanta en 13 meses el inicio oficial del conflicto bélico que derivó en el desmembramiento de Yugoslavia. La razón por la que muchos croatas afirman que su lucha por la soberanía comenzó en 1990 y en un estadio de futbol es que en el partido de liga entre Dinamo de Zagreb (club croata) y Estrella Roja de Belgrado (club serbio) se dieron fuertes disturbios que resultarían clave en el devenir de esta historia.
Con Yugoslavia dando frágil sus últimos pasos, todavía en la inconsciencia de que pronto rompería en pedazos, las dos aficiones comenzaron una guerra de cantos que derivó en batalla campal. Las semanas previas habían sido políticamente tensas con el nacionalista croata, Franjo Tudjman, ganando unos comicios, lo que se contraponía al auge del nacionalista serbio Slobodan Milosevic.
Habían pasado exactamente diez años de la muerte de Josip Broz Tito, el hombre que logró amalgamar en un país semejante caleidoscopio de etnias, religiones y pueblos; el líder que, además, en su afán de balancearlo todo en su Yugoslavia, solicitaba al seleccionador nacional un plantel conformado por unos ocho serbios, más de cinco croatas, cuatro bosnios, dos eslovenos, dos montenegrinos y algún macedonio: todos en el país tenían que sentirse representados por el plantel yugoslavo que, por cierto, jugaba un futbol de altísima costura (por ello al estadio de Belgrado se apodó Marakaná: eran los brasileños del Viejo Continente).
Para cuando llegó este cotejo en mayo de 1990, ya era práctica común en la entonces Yugoslavia utilizar a los bloques más radicales de aficionados como grupos de choque. Tanto los delije del Estrella Roja, como los Bad Blue Boys del Dinamo, habían sido preparados para ese día llevar al Maksimir tanto los afanes independentistas croatas, como la voluntad hegemónica serbia.
Cuando la bronca estalló, la policía defendió a los aficionados serbios. Eso propició que el futuro crack del Milán, Zvonimir Boban, diera una patada al agente que, a su parecer, estaba agrediendo a un seguidor croata (según acusaría un medio serbio, Boban fue instruido a hacer eso por Tudjman y el partido independentista croata; según los croatas, fue una artimaña serbia para desatar las hostilidades y purgar de croatas el cuerpo policial yugoslavo). La trifulca trascendió al estadio y generó la mayor escalada de tensión en mucho tiempo.
Cuatro semanas después, en este mismo Stadion Maksimir, Yugoslavia jugó un amistoso contra Holanda, con su himno pitado y apoyo al cuadro visitante, aunque en realidad tenía uno de los planteles más croatas de su historia con ocho elementos de la región. Esa Yugoslavia llegaría hasta cuartos de final en su último estertor futbolístico, que fue Italia 90.
Lo peor de esos meses de tensión pre-bélica en las gradas fue que el paramilitar serbio Zeliko Raznatovic Arkan comprendió en Maksimir que el futbol era su inmejorable caldo de cultivo para formar unas tropas cargadas de odio y sedientas de violencia.
Con los delije del Estrella Roja como base, Arkan fundaría la milicia de los “Tigres” y conduciría limpiezas étnicas y violaciones masivas. Es amplio el abanico de barras que han llevado su agresividad más allá del futbol, pero ninguna como ésta.
Para 1991, cuando el Estrella Roja se coronaba en la Copa de Campeones de Europa, algunos de sus jugadores festejaban con el símbolo nacionalista serbio consistente en alzar tres dedos (por la Trinidad, por la Iglesia Ortodoxa y por la patria serbia), aunque, paradojas únicas de los Balcanes, la estrella del plantel era un croata que ya había sido mundialista con Yugoslavia y después lo sería con Croacia: Robert Prosinecki.
Peor todavía, cuando el Estrella Roja ganó la Copa Intercontinental, la celebración no tuvo como momento cumbre la presentación del trofeo o el desfile de los futbolistas, sino la aclamación en el estadio al genocida Arkan, para ese momento ya hermanado tanto con la directiva del equipo como con la política serbia. ¿Cómo ingresó al terreno de juego? Mostrando el letrero robado de una aldea croata cuya población había sido sometida, o matada, o violada.
Años después, Arkan sería propietario de otro club, el Obilic, con el que ganaría la liga en 1998, siempre acusado de amedrentar rivales y árbitros (un futbolista declararía que cada que le tocaba enfrentarlo, se encerraba en un garaje y no salía hasta terminado el encuentro).
Vetado por la UEFA y señalado por el mundo, Arkan registró como presidente del equipo a su esposa, una famosa cantante cuyos conciertos eran recitales de nacionalismo extremo, y a través de ella siguió dirigiéndolo. Perseguido y acusado, fue reputado escapista cada que el tribunal de La Haya se acercó (antes, había huido de más de una cárcel bajo operativos dignos de película de James Bond). Lo que no pudo evadir fueron las balas con las que cayó en el lobby de un hotel en el 2000. Aún así, la exuberante viuda Ceca Raznatovic siguió a cargo del Obilic y sonó como posible presidente de la federación serbia de futbol, hasta que un arresto domiciliario frenó sus planes y conciertos.
Regresando a Boban, fue considerado héroe nacional en Croacia (“el hombre que disparó la primera bala” diría algún editorial), pero no todos recuerdan que la guerra ya había empezado cuando él, con otros croatas como Davor Suker, continuaba jugando en la selección juvenil yugoslava.
“Érase una vez un país”, clama Emir Kusturica en su película Underground, mientras un cadáver gira en silla de ruedas motorizada en torno a una cruz cuyo Cristo ha caído; al fondo hay fuego, se escuchan detonaciones, lacera la pantalla un sangriento caos.
Y érase también un futbol. Un futbol que contribuía a unir a la más compleja red de culturas, religiones, etnias, en una sola entidad política.
Hoy, vuelven a encontrarse como rivales en Maksimir croatas y serbios. 23 años después de lo que muchos quieren ver como el inicio futbolero de una atroz guerra.
@albertolati