En la entrega pasada abordamos lo difícil que es construir una narrativa convincente de superación nacional -un “mexican dream”- cuando el grueso de los mexicanos duda que el desempeño laboral sea un mecanismo efectivo de movilidad social. Van algunos números. De acuerdo con el sondeo “Motivaciones del mexicano en el trabajo” -elaborado por Randstad México, compañía especializada en recursos humanos-, la mayoría de los mexicanos piensa que el nepotismo, el amiguismo o cualquier otro sinónimo que se refiera a privilegios otorgados a familiares o conocidos, es un lastre para el país.
La investigación de Randstad, realizada entre dos mil 500 personas y difundida en agosto de 2012, establece que cuatro de cada 10 mexicanos sienten que su crecimiento ha sido frenado por el nepotismo. El 63% de los entrevistados opinó que las empresas deberían contar con políticas específicas para erradicar el favoritismo, principalmente para evitar la contratación de familiares o el establecimiento de relaciones amorosas dentro de las compañías. Sólo 24% de las personas manifestó haber trabajado en alguna empresa que contaba con políticas para enfrentar el nepotismo.
En el discurso, casi todos nuestros capitanes empresariales comparten la opinión de que vivimos en una era del conocimiento que privilegia el talento, por lo que predican en reuniones y congresos que una organización prospera mientras más talento se desarrolle en su interior; en la práctica, empero, los directores tienden a premiar más la lealtad y el vínculo afectivo. Si se cumple con lo básico, deducen, la compañía no requiere de personal inteligente que la haga sobresalir. La razón es evidente: el síndrome del “empresario rico, empresa pobre” sigue vigente. No existe una cultura arraigada de gestión que conciba a la empresa como un ente cuyo crecimiento depende de la productividad y las buenas prácticas; no se ve a la compañía como una institución, sino como un botín, como un vehículo para generar ingresos personales y estatus.
Una organización que en verdad desea ser socialmente responsable debe adoptar políticas puntuales de evaluación de resultados en las que sus integrantes puedan ver con transparencia donde están parados, qué conocimientos y habilidades requieren para desarrollarse, cuáles son sus probables trayectorias de crecimiento, así como los obstáculos -legítimos o no- que enfrentarán en el camino. No se trata de darle una oportunidad a todos, sino de recompensar a los que cuentan con el talento y la energía para aportarle valor a la empresa y el mercado. Esta transparencia no sólo es deseable por sus objetivos éticos, por su congruencia con un proyecto de genuina generación de riqueza para la sociedad, sino que también resulta imprescindible en términos rentables: fomenta la productividad y la competitividad para que la organización pueda perdurar como tal en el largo plazo, y no ser una mera herencia que pase de una generación a otra como activos decadentes destinados al remate. No es una cuestión de ser “buenos”; se trata de ser fieles a una sencilla congruencia económica: sin empresas exitosas, no puede haber país exitoso.
Una empresa trasciende cuando construye “sociedades de admiración mutua”; sin directrices que privilegien a los más calificados, y no a los familiares y los cuates, tal admiración es imposible. En México, más que construir admiración, terminamos muchas veces con “sociedades de decepción mutua”. Si no es por ética, hagámoslo por pragmatismo, pero urge repensar las cosas. En serio.
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