Esta película nace de la casualidad, se alimenta de la nostalgia, se adereza con leyendas y tiene como resultado una muy gozosa experiencia fílmica que inevitablemente dibuja una sonrisa en el rostro de quien la ve. Es, en pocas palabras, una película que contagia felicidad.

 

En su búsqueda de historias sobre tiburoneros en Acapulco para un posible documental, el director Carlos Hagerman se encontró con la leyenda de Hilario Martinez, mejor conocido como Perro Largo, experimentado nadador local, buzo y pescador (ya fallecido) quien presumía haber cazado a un tiburón blanco armado únicamente de valor, un arpón, cuerda, algunos de sus amigos y catorce cervezas que se bebió antes de lanzarse al mar.

 

Si bien aquella sola hazaña ya era una buena historia, Hagerman descubre en El Perro algo más que un pescador; se trata de un personaje de leyenda que los más veteranos habitantes del puerto recuerdan por sus sorprendentes (y a veces inverosímiles) aventuras. Y es que este Perro Largo lo mismo cazaba tiburones que nadaba cual pez sacando ostiones a manos llenas del fondo del mar, o se daba tiempo para ser guía de buceo de los hermanos Kennedy (cuando éstos visitaron Acapulco) o inclusive de estrellas de Hollywood como el mismísimo Johnny Weissmuller, el Tarzán de las películas de los años treinta.

 

Además de ser gran bebedor y bravucón, a esta versión acapulqueña de Tarzán -con todo y cuchillo al cinto- le gustaba la música, la fiesta y por supuesto las mujeres. Y es justo en ese rubro, en el de la conquista, que El Perro tiene su mejor anécdota.

 

Siempre con testimoniales a cuadro, Hagerman da paso a la historia de amor, aquella en la que este Tarzán acapulqueño, usando su infinito carisma, terminó casándose con una despampanante top model norteamericana que paseaba con su pequeño hijo en las playas de Acapulco.

 

Con una efectiva edición (a cargo de Valentina Leduc) que va desmenuzando cuidadosamente la hazaña marítima junto con la hazaña romántica, la historia nos es narrada por aquellos que la vivieron: amigos, familiares, testigos presenciales (ojo con el ex esposo, resignado a perder a su mujer ante el poderío de aquel acapulqueño) y sobre todo, por la ahora ex modelo (ya avanzada en edad, pero aún lúcida) Robin Sidney y su hijo John Grillo, a quién probablemente le tocó la peor parte de este periplo, siendo un norteamericano que a los tres años se tuvo que adaptar a los modos de nuestro país para hoy decir orgulloso que se siente un mexicano más.

 

Con Vuelve a la Vida, Hagerman logra recrear el gozo de un relato de sobremesa entre amigos, bebidas y buena comida. Su entrañable galería de personajes cuenta con entusiasmo su versión de los hechos con una empatía hacia la cámara que pocas veces se ve en un documental. Y en esto radica justamente el arte de Hagerman, en saber desdibujar los convencionalismos y barreras que supone el género para simplemente fascinarnos con el relato y sus personajes.

 

Gozosa y bien contada, la cinta destila nostalgia y alegría en un homenaje a la vida y a la familia. Como bien dice Robin “uno no es de donde nace sino de donde termina viviendo… de donde están los que amas”. Así sea.

 

Vuelve a la Vida (Dir. Carlos Hagerman)

4 de 5 estrellas.