Carlos Slim Helú, fundador de Grupo Carso, ya no es la personalidad intocable que era antes. Si bien los golpes tienden aún a ser discretos, los medios nacionales comienzan a perderle el miedo al magnate. La situación empeora en las redes sociales, donde los reclamos de ciudadanos comunes y corrientes son virulentos y constantes. El panorama amenaza con complicarse con la nueva reforma a las telecomunicaciones. Pese a que Slim cuenta con una innegable influencia económica en la prensa, no parece controlar una maquinaria de opinión tan eficaz como la de Televisa, su competidor más conspicuo. El imperio de Slim está urgido de una mejora en la percepción social de sus marcas, así como la de su propia persona. Los dos conceptos están irremediablemente interconectados: la viabilidad futura del liderazgo de Carso pasa por el saneamiento de la imagen de Slim Helú.
¿Qué hacer? Slim bien podría aprenderle algo a su amigo Bill Gates, quien abandonó a mediados de la década pasada la batuta de Microsoft para dedicarse 100% al trabajo humanitario. Del año 2000 a la fecha, la Bill and Melinda Gates Foundation, con presencia activa en 50 países, ha recaudado alrededor de 80 mil millones de dólares gracias al notable networking empresarial de sus fundadores. El Gates actual invierte la misma energía a estas causas que la que guardaba para sus actividades corporativas. La labor habla por sí sola: las metas de la fundación no son cosméticas, sino objetivos palmarios como la obliteración de enfermedades, la innovación agrícola y la mejora educativa.
El mundo admira a Gates. En los 90, empero, la percepción era diametralmente opuesta. Los ataques eran frontales e iban de amenazas consistentes en llevar al entonces CEO del titán tecnológico a audiencias en los tribunales, hasta divertidas cadenas de e-mails que sostenían que Bill era el mismísimo anticristo. ¿Qué ha cambiado? Se podría argumentar que la emergencia de Google, Apple y Facebook le arrebató los reflectores a Microsoft y a su fundador, colocándolos en un lugar menos vulnerable ante la opinión pública. No obstante, eso implicaría restarle crédito al verdadero factor que explica por qué Gates es tan reverenciado en 2013: su reinvención a través de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE).
El cambio obedeció a una reorientación de prioridades: una vez que alcanza cierta edad, un empresario debe cuestionarse cuál va a ser su legado. Gates tomó la decisión de ser recordado por algo más que un software tan popular como odiado. Cuando se piensa en el imperio Slim, los términos que vienen a nuestra mente son: monopolio, altos precios, baja competitividad tecnológica, voracidad empresarial, y todo un rosario de imágenes negativas que, irónicamente, no son tan disímiles a las que se usaban para describir a Microsoft en los 90. El punto es si, como pasó con Gates, Slim va a redefinirse en función de algo más que sus compañías. No es que sea ajeno a esfuerzos de RSE; de hecho, sus empresas han destinado varios miles de millones de dólares a diversos esfuerzos a favor de la educación y el desarrollo en zonas marginadas mediante los brazos filantrópicos de sus fundaciones. El saldo, sin embargo, continúa siendo insuficiente. Slim ha declarado que se encuentra en un momento en que forjar un legado pesa más que las ganancias. Es hora de acreditarlo en los hechos: la estrategia futura de Slim debe pasar por un compromiso total con la RSE.
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