“Money is the root of all evil today”. Roger Waters.

 

A principios del siglo XX la industria del transporte marino de Europa a América era muy peleado. La empresa White Star Line, comandada por el británico Lord William James Pirrie, decidió emprender un proyecto orientado a ganar competitividad en este mercado.

 

En 1907 este emprendedor naviero inició un proyecto con el objetivo de convertirse en la firma líder en el negocio de trasatlánticos para pasajeros con tres navíos: El Olympic, el Titanic y el Britannic.

 

En su primer año de operaciones -1911- el Olympic tuvo un accidente en las cercanías del muelle Southampton, Inglaterra. Un buque militar le chocó en el casco causándole severos daños estructurales. Fue reparado aunque no como para pasar una inspección de seguridad por parte de autoridades y aseguradoras.

 

La avaricia y la arrogancia llevaron a James Pirrie a intercambiar el averiado Olympic por el nuevo Titanic -el cual estaba en la parte final de su construcción- con el fin de garantizar la estabilidad de la empresa, evitando su ‘hundimiento’ financiero.

 

En síntesis, en octubre de 1911 apuró la construcción del Titanic, barco gemelo del Olympic, y procedió a hacer el cambio de nombre entre ambos navíos corrompiendo a gente clave para comprar su discreción.

 

Esta maniobra le valió al “nuevo Olympic” operar sin problema como trasatlántico comercial hasta 1935, incluso participó en la Primera Guerra Mundial como buque transportador de tropas británicas hacia las costas del continente europeo.

 

Las implicaciones de esta decisión de James Pirrie, empujada por la soberbia y la desmedida ambición económica, fueron lamentables: La madrugada del 15 de abril de 1912 un golpe de un Iceberg en el casco reparado del Titanic -otrora Olympic- hundió a ese ícono de la arrogancia industrial del siglo XX, cobrando la vida de más de mil 500 personas.

 

Así, la historia del Titanic es la metáfora perfecta del destino de un emprendedor que busca llegar a buen puerto a partir de la arrogancia, la avaricia y la ambición desmedida. De los empresarios que subordinan los principios y respeto por la vida al engaño, al fraude y a la corrupción por cumplir objetivos de negocios.

 

En México estamos en punto de quiebre. El país es como un astillero donde se construye un gran navío que en breve se hará a la mar con un ejército de nuevos valores empresariales. Una nueva generación de talentos detonadores de ideas, de innovación.

 

Muchos jóvenes saben que el desarrollo profesional no está en el modelo del siglo XX de emplearse hasta la jubilación en una empresa transnacional.

 

Saben que la turbina del éxito profesional actual está en el desarrollo de una idea. En el compromiso de trascenderla a un negocio viable. En una empresa transparente, respetuosa y con éxito ganado a pulso.

 

Hoy los jóvenes se han dado cuenta que la fórmula del cambio está en su forma de entender el mundo. De visualizarse en él a partir de la innovación, de sus ideas.

 

Por décadas, los congresistas -la mayoría perfectos desconocidos- han trabajado arduamente para gozar de poder y riqueza, olvidándose por completo de México.

 

La lógica del emprendedor mexicano, afortunadamente, es al revés. Su cerebro trabaja arduamente en diseñar el modelo y las reglas que llevarán a un buen puerto su idea empresarial. El poder y la riqueza llegarán por consecuencia.

 

De él dependerá no sucumbir a la soberbia y ambición desmedida para evitar el destino del Titanic.

 

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